Fue un reconocido árbitro quien, hace un año, lo contó con un sufrimiento interminable, salido de bien adentro.
Rompiendo costumbres, su mamá había acudido orgullosa a las graderías a verlo actuar. Pero sucedió algo tremendo: después de una decisión polémica «empezaron a gritarme ofensas relacionadas con ella (...) y mi vieja ahí. ¡Qué momento tan triste!».
El hombre concluía entonces con reflexiones no menos quejumbrosas: «¿Que te griten? Bueno, sí. Si te gritan cosas cómicas, si te marcan una jugada discutible con el humor criollo de los cubanos (...). Lo anormal es cuando tú ves una multitud, un coro de 3 000 personas gritando insultos...»
Las aflicciones de aquel «ampaya» me retuercen el pensamiento por estos días de play off en los que, por un lance apretado o por un simple strike, he visto pulular los coros de la procacidad, esos que con un lenguaje propio del vulgo vilipendian a los jueces, como si no fuesen seres humanos que sienten, sufren... se equivocan.
Solo tiene que darse la jugada —bola y corredor llegando juntos—, no importa si la decisión es out o quieto, y allá va la ofensa agria, lacerante, impublicable, aunque conocida porque se ha televisado y radiado tantas veces...
Lo que hace un tiempo se suponía en Cuba una barbaridad, una herejía cultural o una monstruosidad contra el espectáculo, en el presente se antoja una rutina más, un acontecimiento común y corriente, comparable al acto de lanzar pelotas al bate.
Aquella reverencia obligatoria de antaño ante las autoridades de los campos deportivos —o ante los propios atletas— parece haberse volatilizado con la modernidad, como una prueba asombrosa de que el tiempo, lejos de adelantarnos el civismo, nos ha lanzado la educación por la pizarra del center field.
Si algo negativo nos han corroborado estos play off es que hoy, en muchas ocasiones, el fanatismo supera a la mesura, la blasfemia descabeza a la ovación de aliento, la ¿cultura? de la chusma decapita el respeto al deporte y sus protagonistas.
Ya no son, como decía aquel árbitro, 3 000 voces que manchan nuestro pasatiempo nacional con palabras soeces. Da la impresión, frecuentemente, de que un estadio entero no puede dejar de someterse a la doctrina de las turbas y arremete contra un imparcial o contra el mismísimo director de su equipo, ese que tanto glorificó a su provincia y a la nación.
Es la sexta oportunidad, en los últimos cuatro años, en que el tema llega a estas páginas rebeldes; en cada caso con mayores preocupaciones y más interrogantes.
¿Por qué hace unos años cuando apenas comenzábamos a abatir el analfabetismo aparentábamos más luces culturales en los estadios? ¿Dejamos evaporar los turnos de la llevada y traída Educación Formal, esa que nos enseñaba cortesía en todo tiempo aun con los contrarios? ¿Adónde van a parar tantos mensajes sobre el comportamiento humano? ¿En qué lugar se esconden las peñas deportivas cuando surge la injuria, o son las primeras que participan en el «juego»?
El agravio contra un árbitro o contra el jugador que comete el más costoso error nos muestra cuántos retos sobrevienen en el afán de construir un sueño distinguido por la cultura y la educación. Nos enseña que la realidad, cruda y tangible, asesta golpes a nuestros mejores anhelos nacionales.
El estadio jamás fue lugar luctuoso, sino plaza de bullicios, cubanismos y bromas. Pero si, con el ansia de ganar a toda costa, lo convertimos en el paraíso de las groserías, en un antro de indecencias verbales, la vida nos puede cantar con gravedad el tercer strike.