El líder político del partido de extrema derecha Likud echó a un lado todo tipo de escrúpulos para alcanzar por sexta vez la gerencia del principal aliado y mayor receptor de ayuda económica y militar de Estados Unidos en Oriente Medio.
Al sellar una alianza con políticos extremistas, ultraortodoxos y ultranacionalistas, partidarios de la limpieza étnica y el desalojo total de la población árabe de Palestina, Benjamín Netanyahu consiguió la necesaria mayoría parlamentaria y depositó el poder en el Gobierno más derechista y religiosamente conservador en la historia del país, pero provocó un chispazo político que puede incendiar la región.
En poco más de 100 días en el cargo, el controversial político de 74 años vuelve a encontrarse sumergido en una grave crisis política, aún sin solución.
Netanyahu prometió a sus nuevos aliados priorizar la expansión de los ilegales asentamientos judíos en la Cisjordania árabe ocupada militarmente desde 1967, extender los enormes subsidios a sus aliados ultraortodoxos e impulsar una reforma radical del sistema judicial que le garantizaría supremacía jurídica al poder gubernamental, pero según sus opositores pondría en peligro la presunta y cacareada democracia de la entidad creada en 1948, que aún carece de una Constitución.
En la actualidad, el primer ministro encabeza un Gobierno compuesto por un partido religioso ultranacionalista dominado por colonos de Cisjordania, dos partidos ultraortodoxos y su partido nacionalista Likud. En suma, un prototipo de teocracia excluyente, racista y colonial.
Israel capturó Cisjordania en 1967 junto con la Franja de Gaza y el este de Jerusalén, territorios que según varias resoluciones de Naciones Unidas corresponderían a un Estado palestino independiente.
Sin embargo, los sucesivos Gobiernos sionistas han promovido la expansión de decenas de asentamientos judíos «ilegales», según el Derecho internacional, que albergan ya a más de 500 mil colonos procedentes en su mayoría del este europeo. Atraídos por las promesas del retorno a la «tierra prometida», un concepto derivado del derecho divino, llegan sintiéndose dueños.
Así, han ido saqueando las tierras de los más de dos millones 500 000 originarios residentes árabes palestinos, y encerrándolos en verdaderos guetos, aislados y sujetos a una autoridad militar ocupante, en un sistema de control colonial semejante al que fuera practicado en Sudáfrica. La protesta y la rebelión resultan inevitables, más aún cuando la dominación alcanza los sagrados predios religiosos islámicos.
LA INVASIÓN A LA MEzQUITA DE AL AQSA
Tras varias semanas de protestas masivas de israelíes contra su proyectada reforma del sistema judicial, que busca obtener los medios legales para escapar ileso de un juicio pendiente, que podría tener un fallo en contra, el primer ministro Netanyahu debió salir del atolladero en que lo metieron los elementos provocadores ultrarreligiosos, que pujan por imponer su autoridad en el Monte del Templo, un lugar de peregrinación para los musulmanes, que lo denominan como al Haram al Sharif o El Noble Santuario.
Este complejo es el hogar de dos lugares sagrados musulmanes: la Cúpula de la Roca y la mezquita Al Aqsa o Qibli, construida en el siglo VIII d.C., tercero de mayor relevancia para el Islam, después de La Meca y Medina.
Los palestinos, al igual que el resto de los musulmanes del mundo, iniciaron el 22 de marzo el mes de ayuno anual, conocido como Ramadán, un período de oraciones y recogimiento, desde la salida del sol hasta su ocultamiento. Ese período se extiendió este año hasta el 21 de abril, cuando comienza la festividad religiosa Eid al-Fitr, que se prolonga durante tres días.
Durante la última semana, la policía israelí allanó de forma violenta, con gran despliegue de gases lacrimógenos, disparos de balas de goma y toda la parafernalia represiva, la mezquita de Al Aqsa, alegando que «agitadores» palestinos se habían atrincherado junto con los fieles en su interior.
Según reportes de prensa, los fieles islámicos se irritaron debido a informes de que extremistas judíos planeaban sacrificar una cabra en el Monte del Templo durante la Pascua, como se hacía en tiempos bíblicos antes de que los romanos destruyeran el templo. No sería la primera vez que los ocupantes sionistas intentan violar las tradiciones islámicas, en su afán de judaizar a Jerusalén, proclamada capital del Estado de Israel.
En el año 2000, el célebre general Ariel Sharon —quien dirigió en 1982 la ocupación de Beirut y permitió y supervisó la matanza de miles de indefensos refugiados palestinos en los campamentos de Sabra y Chatila— posteriormente líder del principal partido Likud, de oposición en ese momento, guió a un grupo de legisladores de su agrupación a la Explanada de las Mezquitas, donde aseguró: «El Monte del Templo está en nuestras manos y permanecerá en nuestras manos. Es el lugar más sagrado en el judaísmo y es el derecho de todo judío visitar el Monte del Templo».
Los palestinos protestaron, y se produjeron enfrentamientos violentos que derivaron en el período de guerra en los territorios ocupados llamado «la segunda Intifada palestina», también conocida como Intifada de Al Aqsa.
Más de 3 mil palestinos y unos mil israelíes murieron en aquella desigual confrontación.
A raíz de la reciente incursión militar en Al Aqsa, el Consejo de autoridades religiosas (waqf islámico) que administra la explanada calificó la incursión policial como «una flagrante violación de la identidad y función de la mezquita como lugar de culto exclusivo para los musulmanes».
Las violentas imágenes del ingreso de la policía de Israel al interior de la mezquita de Al Aqsa para detener a «agitadores» generaron esta semana fuertes reacciones no solo en los territorios palestinos, sino en el mundo musulmán en general.
Al menos nueve cohetes fueron lanzados desde la Franja de Gaza hacia Israel durante la madrugada del 5 de abril. Las fuerzas israelíes respondieron con una serie de ataques aéreos, que no provocaron víctimas mortales, pero sí cuantiosos daños materiales.
La Autoridad Palestina expresó su repulsa a la incursión israelí y «las continuas provocaciones y agresiones israelíes contra los fieles, en particular en y alrededor de Al Haram al Sharif (el Noble Santuario) durante el mes más sagrado del año».
Presionado por el peligroso curso de los sucesos, Netanyahu decidió prohibir el ingreso de visitantes judíos al Monte del Templo durante los últimos 10 días del Ramadán. Sin embargo, el ministro de Seguridad, Itamar Ben Gvir, un racista implacable que lidera el partido Poder Judío, criticó el movimiento como un «grave error» que corre el riesgo de inflamar aún más las tensiones.
Ante la necesidad de suspender temporalmente su reforma de la legislación judicial, Netanyahu consideró imprescindible un último acuerdo para que la coalición de su Gobierno siga unida, al prometer a Ben Gvir que el Estado seguiría adelante con la creación de una guardia nacional bajo su autoridad, apodada por algunos comentaristas como la milicia privada de Ben Gvir.
Tal decisión garantiza la escalada extremista promovida por el Gobierno contra la población palestina. Nuevas protestas, nuevos crímenes, al amparo de Washington, que no ve violación alguna de derechos humanos en Israel.
Este acuerdo lo dice todo respecto a la íntima relación entre las dos crisis que afectan simultáneamente a Israel: la polarización interna por las reformas judiciales y la escalada extremista promovida desde el Gobierno contra la población palestina.