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La danza de los lobos millonarios en Estados Unidos

Los poderosos de Wall Street se reparten rescates a expensas del norteamericano común, por eso les sugieren copiar el estilo japonés: renunciar o suicidarse Ocho jinetes del Apocalipsis bancario

Autor:

Juana Carrasco Martín

Ha sido una reacción en cadena: todo comenzó con la crisis de las hipotecas de alto riesgo, y ahora nadie se atreve a pronosticar cuánto abarcará el diámetro de esta explosión nuclear, cuyo hongo pasó rápidamente de lo intangible y virtual de la banca, las finanzas, los mercados bursátiles y los seguros —nada seguros, por cierto—, al campo de la economía real, de la industria de la construcción colgada de la brocha, de la automovilística reportando pérdidas multimillonarias por bajas abismales en las ventas, de todos los negocios —grandes, medianos y chicos— haciendo ajustes de gastos, precisamente en el eslabón más débil, reduciendo las nóminas laborales.

La crisis económica generada en Estados Unidos ya es un tsunami de proporciones impredecibles, que no dejará rincón sin visitar, tengan costas o no las naciones del planeta. La alarma sonó con retraso para no pocos, y se trata de tomar medidas para que el feroz oleaje provoque el menor daño posible. La preocupación es el denominador común, pero no todos tienen igual nivel de desasosiego, ni los intereses a resguardar.

Entre millonarios anda el juego

Cuando el mundo laboral se estremece ante los despidos y peores augurios, los multimillonarios son la noticia: aparecen en las listas de la revista Forbes —sean «legales» o ilegales sus capitales, clara apología de triunfos y delitos—, porque se reúnen para hacer sus propios análisis de la crisis, o porque van derechito a la cárcel, cogidos in fraganti en fraudes y desmanes otrora inadvertidos, aquellos que precisamente los convierten en millonarios...

Así, Joaquín «el Chapo» Guzmán, capo del cartel de Sinaloa, prófugo de la justicia desde que se escapó espectacularmente en 2001 del Centro Federal de Puente Grande, en el estado de Jalisco, una cárcel de «máxima seguridad» que no pudo contenerlo, y el narcotraficante más buscado de México, apareció como el número 701 en el registro de multimillonarios que cada año hace la revista, que calcula su fortuna en 1 000 millones de dólares, acumulados pinchazo a pinchazo o polvo a polvo inhalado por los drogadictos a la cocaína del principal mercado mundial: Estados Unidos.

El escándalo estalló en el país azteca, donde el presidente Felipe Calderón lamentó la publicación y lo consideró una «exaltación a los criminales», que en guerra sin cuartel contra el bando rival de Juárez, dominado por los Carrillo Fuentes, solo el pasado año fueron asesinadas 1 600 personas.

Forbes —no se sabe de qué manera— se las arregló para determinar con exactitud que el Chapo Guzmán movió el 20 por ciento de los recursos lavados por narcotraficantes mexicanos y colombianos en 2008, y que calculó entre 18 000 y 39 000 millones de dólares. La polémica anda encendida en un México escandalizado ante este notable ejemplo de las potencialidades de la prensa libre y del hampa.

Coincidentemente, otro delincuente multimillonario, el estadounidense Bernard Madoff, el septuagenario acusado de la mayor estafa en la historia de Wall Street —65 000 millones de dólares procedentes de los cuatro puntos cardinales—, fue presentado ante un juez federal en Manhattan, y se declaró culpable de 11 cargos, que incluye ser cerebro y mentor de la llamada pirámide de Ponzi, fraude en el que un asesor financiero recibe dinero capital de un inversor, a quien paga dividendos, pero con dinero de otro inversor, y así sucesivamente, un reciclaje o robo casi infinito. Madoff también pecó por lavado de dinero, perjurio y robo, y su horizonte carcelario puede llegar a 150 años.

¿Acaso este septuagenario es el único malvado? Pues no, simplemente uno de los más recientes cazados con las manos en la masa.

Con toda razón, Charles Grassley, senador republicano de Iowa citado por la publicación radio-televisiva-digital Democracy Now, hizo un comentario bilioso y justo: «Lo primero que me haría sentir un poco mejor con ellos es que siguieran el modelo japonés, hicieran una profunda reverencia ante el pueblo estadounidense, se disculparan y luego optaran por una de estas dos alternativas: renunciar o suicidarse». Se refería a los directivos de la AIG, la American Internacional Group, líder mundial de los seguros y servicios financieros, a la que el 17 de septiembre de 2008 la Reserva Federal de EE.UU. prácticamente «nacionalizó» al adquirir el 79 por ciento de sus activos y a la que concedió un préstamo de 85 000 millones de dólares para evitar su quiebra.

Vistos los ejemplos anteriores, y otros más que necesitarían hasta un libro para darlos a conocer, bien pudiera aplicarse como juicio colectivo, la dura sentencia del senador Grassley.

¿Qué desató el iracundo comentario senatorial? Un perfecto ejemplo del egoísmo de los poderosos del capital. Una historia repetida una y otra vez por quienes solo ven a través de sus buenas vidas, mansiones, limusinas y alacenas repletas, aquellos que no comparten el cuerno de la abundancia cuando está repleto, pero roban hasta las migajas en momentos de grandes penurias para la inmensa mayoría.

El «paracaídas dorado»

Cuando la crisis en Estados Unidos ya no tenía freno, la economía caía en picada en un pozo al que todavía no se le ve el fondo, y el mundo entero comenzó a preocuparse por los irremisibles daños colaterales del que sería víctima, para aquellos en EE.UU. a los que todo les salió mal, muy mal, hubo un plan de rescate financiero propuesto por George W. Bush y su secretario del Tesoro, Henry Paulson.

En un tira y encoge de pocos días, el salvataje fue aprobado por el Congreso bajo el nombre oficial de Acta de Estabilización Económica de Urgencia de 2008. La ley autorizó al secretario del Tesoro a gastar 700 000 millones de dólares del dinero público, es decir sacado del bolsillo de los contribuyentes, sangre, sudor y lágrimas de quienes trabajan, para comprar los llamados «activos basura», en su mayoría papeles de hipotecas que no podían ser pagadas y deudas de gobiernos locales.

Se beneficiaron unas cuantas empresas en quiebra, negocios de las finanzas, los seguros, la banca; luego vendrían otros, como las grandes de la industria del automóvil. Eso sí, establecía lo legislado que los ingresos de los directivos de las compañías así rescatadas tendrían un límite: nada de beneficios millonarios para los ejecutivos despedidos. Aparentemente se les cerraba el «paracaídas dorado», palabras que entre los hombres y mujeres de negocio estadounidenses se conoce al artilugio de salir forrado en dinero.

Pero hubo quien tomó parte del dinero que les asignaron para buenas vacaciones en centros de recreo de salud, en comidas pantagruélicas, bares y salones de belleza.

Con la administración de Barack Obama, el panorama no cambió. Se pidieron otros créditos multimillonarios para tratar de sacar a flote una economía en franco proceso depresivo.

Sin embargo, muy pronto, desde los días finales de Bush y los prolegómenos del gobierno de Obama, estallaron uno tras otro los escándalos. La aseguradora AIG es apenas el más reciente de los engaños y fraudes en el que han sido inmolados los norteamericanos.

La American Internacional Group quebrada económicamente, al igual que algunos más, hizo caso omiso de la regulación del Congreso: pagó bonos a sus ejecutivos y sacó esa plata de la ayuda estatal. Nada menos que 218 millones de dólares repartidos entre al menos 73 de sus gerentes, cuando ya había recibido de la hacienda del país más de 182 000 millones de dólares para no colapsar.

La revelación de las cifras de este «paracaídas dorado» de la AIG fue hecha por el fiscal general del estado de Connecticut, Richard Blumenthal, a la cadena de televisión CNN hace apenas una semana. El fiscalizador público afirmó que esto alimentaría «todavía más la justificada cólera y repulsión» frente al procedimiento escandaloso y amoral de estos hombres de negocio, pagándose primas e incentivos extraordinarios.

Por su parte, el presidente Barack Obama calificó de «indignantes» esas bonificaciones aprobadas por el presidente y principal ejecutivo de AIG, Edgard Liddy, y aseguró que estudiarían cómo recuperar ese dinero.

Es casi imposible contemplar impávidos el desparpajo, y el Congreso presuroso anunció que gravarían con el 90 por ciento esos beneficios, medida a aplicar a los empleados de aquellas empresas que reciban más de 5 000 milones de dólares del plan de rescate.

También con premura, por si las moscas carcelarias o algo semejante, algunos ejecutivos devolvieron la regalía, que el horno no está para pastelitos cuando crece la indignación general en igual proporción que el desempleo, oficialmente en 8,1 por ciento, pero ya sobrepasa dos dígitos en California, Michigan, Oregón, Nevada, Rhode Island y las dos Carolinas (Norte y Sur).

Muy pocos admitirían «paracaídas de oro» para unos pocos y lastre de plomo para la gran mayoría. El malestar público es tan evidente que los fiscales de 20 estados han presentado demanda contra Liddy y 11 de sus ayudantes en la AIG.

Pero casi una docena de grandes consorcios hicieron similar uso de los dineros del fisco; y dado la mala reputación de las bonificaciones, abren otro roto al saco: los consorcios de Wall Street incrementan los salarios de sus gerentes y ejecutivos. Reuters informaba de un ejecutivo que recibía 250 000 el año pasado y ahora gana 600 000 dólares.

Y lloran miseria...

El CEO (presidente ejecutivo) de la compañía Blackstone Group LP, Stephen Schwarzman, le dijo a la Japan Society que más del 45 por ciento de las riquezas del mundo se habían destruido por la crisis crediticia en año y medio. «Esto no tiene precedente en nuestra vida», se quejaba Schwarzman, cuya fortuna de 6 500 millones de dólares se quedó en 2 500 millones. Una cifra lastimosa, ¿o no?.

Forbes precisaba: hay ya 355 «pobrecitos» millonarios que en su récord anual anterior se codeaban como supermillonarios. El baño de sangre en los mercados bursátiles, le quitó algún cero a la derecha al jefe del Citigroup Inc., Sanford «Sandy» Weill; al magnate ruso Alexander Lebedev; a Michael Eisner, ex copresidente de la Walt Disney; y al indio Vijay Mallya, de Kingfisher Airlines Ltd., por citar unos pocos.

La revista de los ricos, ricos, clamaba que de los 1 125 que el año pasado estaban en su lista con un capital de 4,4 billones de dólares, ahora solo quedaban 793 que habían ganado 2,4 billones. ¡Qué enorme tragedia!

Hasta los tres de mayor peculio, Bill Gates, de Microsoft Corp., Warren Byffett, presidente de Berkshire Hathaway Inc.; y el magnate mexicano Carlos Slim, perdieron el 38 por ciento de sus capitales: de 180 000 millones se quedaron con «solo» 112.

Detallista en la descripción del «lamentable» suceso, Forbes añadía: de 469 multimillonarios en EE.UU. pasaron a 359; los rusos bajaron de 87 a 32; en la India de 53 a 24; y en el resto del continente americano bajaron de rango 123, en Europa 102, en Asia-Pacífico 81 y 26 en el Medio Oriente y África.

En medio de las mermas, otros se pusieron las botas. El alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, saltó de 11,5 a 16 000 millones, con su servicio de datos y noticias Bloomberg LP.

La danza de los millones se le llamó a la etapa de los alegres años 20, previos a la Gran Depresión. El 2009 reedita el baile, los del capital escenifican la danza de los lobos.

Ocho jinetes del Apocalipsis bancario

Estos son los CEO o Jefes Ejecutivos de los ocho mayores bancos que han recibido rescate por 125 000 millones de dólares del tesoro público, a pesar de que provocaron la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión.

John J. Mack, presidente y CEO de Morgan Stanley. Salario: $800 000, recibió además $40.2 millones en acciones de premio.

John Stumpf, presidente y CEO de Wells Fargo & Co. Salario: $749 615 más $4.2 millones en bonos y $11.6 millones en acciones de premio.

Vikram Pandit, CEO de Citigroup desde finales de 2007 y ya en enero de 2008 recibió $44.4 millones como premio en acciones.

Ken Lewis, presidente y CEO de Bank of America. Salario: $1,5 millones, cerca de $4.3 millones en bonos y $21.2 millones de premio en acciones.

James Dimon, CEO de JP Morgan Chase & Co. Salario: $1 millón más $14.5 millones en bonos y $13 millones en acciones.

Lloyd Blankfein, CEO y presidente de Goldman Sachs & Co. Salario: $600 000 más $27 millones en bonos y $26 millones en acciones.

Robert P. Kelly, presidente y CEO de Bank of New York Mellon. Salario: $975 000; bonos: $7.5 millones y $10.4 millones en acciones.

Ronald E. Logue, presidente y CEO de State Street Corp. Salario: $1 millón; cerca de $3.8 millones en bonos y $22.7 millones en acciones.

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