El antiguo cuartel de Bayamo es hoy el Parque Museo Ñico López, uno de los edificios históricos de Bayamo, ciudad que acogió esta conferencia sobre arquitectura patrimonial y su cuidado. Autor: Osviel Castro Medel Publicado: 24/07/2018 | 09:34 pm
BAYAMO, Granma.— Todavía no sabemos lo suficiente sobre los sucesos del 26 de julio de 1953. Tenemos que estudiarlos más y profundizar en sus circunstancias.
La afirmación la hace ahora Aldo Daniel Naranjo, un acucioso investigador bayamés, quien señala, por ejemplo, que si bien se ha escrito y hablado sobre lo acontecido en aquella fecha gloriosa en Santiago de Cuba, falta seguir descubriendo aspectos «ocultos» del asalto al antiguo cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de la Ciudad Monumento.
«No fue un simple tiroteo», dice, para enfatizar que debemos poner en un lugar prominente a las familias que ayudaron a los sobrevivientes.
¿Qué sucedió entonces? ¿Por qué falló el factor sorpresa? ¿Cómo aquellos jóvenes escaparon de la persecución? ¿Por qué se escogió este recinto militar aparentemente sin tanta importancia? Estas preguntas merecen ser respondidas, y no solo en los aniversarios de la acción.
La misma batalla
Tanto Aldo Daniel, como el historiador de la Ciudad, Ludín Fonseca, coinciden en que jamás debe plantearse que en Bayamo hubo «otro asalto», como se afirma ocasionalmente.
El propio Fidel, el 26 de julio de 1982 en la Plaza de la Patria, sentenció que «el ataque al cuartel de Bayamo está indisolublemente vinculado a la concepción del plan del Moncada; tenía por objetivo, tomar el cuartel, sublevar la ciudad y establecer aquí, a orilla del Cauto, la primera defensa contra los refuerzos de tropas enemigas. Luego, Bayamo y Santiago de Cuba están inseparablemente unidos en esta fecha».
Pero, como dijimos al principio, no existen muchos textos que profundicen sobre lo acaecido en esta urbe, si bien el periodista local Rubén Castillo Ramos y el historiador José Leyva Mestre escribieron al respecto.
Hasta hoy, digamos, no se han podido precisar detalles, como el tamaño del vertedero de latas con que chocaron los 25 asaltantes en la oscuridad o el tiempo de duración del combate. La verdad es que falló el factor sorpresa porque el único de los 30 000 bayameses de entonces que sabía el plan, Elio Rosete, un conocido de los guardias del enclave militar, faltó a su palabra y no guio a los revolucionarios al cuartel.
Hipotéticamente, si el guía hubiera conducido a los insurgentes hasta allí, con el ardid de que eran soldados necesitados de descansar un rato para seguir hasta Santiago, el «Céspedes» podía haber caído en manos de los revolucionarios. Luego era posible cumplir la otra parte del plan: volar los puentes de acceso a la ciudad.
Bayamo es el nudo de comunicaciones de la región oriental y esa condición no la olvidó Fidel al concebir las acciones. Eso explica la decisión de asaltar una instalación militar sin tanto relieve.
El hospedaje Gran Casino, propiedad de Juan Martínez, situado a dos cuadras del Carlos Manuel de Céspedes, fue el albergue escogido para «atrincherarse» antes de la acción.
El santiaguero Renato Guitart lo había alquilado para establecer un «negocio de pollos». Esa resultaba la pantalla para tomar el cuartel, el cual era, hace 65 años, la sede del escuadrón 13 de la Guardia Rural. Tenía tres piezas: el cuartel propiamente dicho (calabozo, dormitorio, capitanía), el club de oficiales —lo único que existe en el presente— y la caballeriza. Estaba protegido por altos y gruesos muros y cercas de alambre.
En la noche del 25 de julio de 1953, Fidel visitó el Gran Casino, y en diálogo con los jefes dio instrucciones precisas sobre el ataque, ordenó sincronizar los relojes para que las acciones fueran simultáneas en Santiago y en la Ciudad Antorcha.
Los atacantes cometieron la pifia de permitirle a Rosete ir a despedirse de la familia y esa desaparición alteró los planes.
Ausente Rosete, Pedro Celestino Aguilera (jefe de un grupo) y Raúl Martínez Arará, principal líder de la acción, discutirían sobre la variante que se debía seguir. Es de suponer que tales discrepancias influyeran en la organización del asalto. También es posible que los 25 jóvenes se dirigieran hasta su objetivo con la sospecha de haber sido delatados y temerosos de que los estuvieran esperando. Aun así avanzaron por el fondo de la fortaleza, unos minutos después de las cinco de la mañana.
El citado tropiezo con el basurero de latas vacías hizo relinchar a los caballos, ladrar a los perros y sirvió de aviso. Siete uniformados dormían y tres estaban de guardia; uno de ellos, el cabo Indalecio Estrada, se alarmó con los ruidos.
«Estuvimos un tiempo por los alrededores. Cuando llegamos a una cerca que interrumpía nuestro paso, se nos complicó la existencia. Alguien preguntó: ¿Quién anda por ahí?, y en medio del nerviosismo uno de nosotros disparó y se armó la balacera. El tiroteo no duró más de 20 minutos», contó el asaltante Ramiro Sánchez Domínguez al periodista Yelandi Milanés.
Los insurgentes llevaban modestas escopetas de caza, por lo tanto el fuego de la ametralladora de Estrada fue suficiente para frenar al comando, parte del cual no había rebasado la cerca de alambre cercana a la caballeriza.
Es fácil imaginar que el resto de los guardias se sumó inmediatamente a repeler el ataque; de modo que era obligatoria la retirada después de 15, 20 o 25 minutos de disparos. Entre los muchachos solo hubo un herido: Gerardo Pérez-Puelles.
La persecución
El repliegue fue desorganizado, al punto de que el comando se fragmentó en varios grupos. La ciudad entera comentaba que había un choque entre uniformados, pero pronto se supo que un grupo de jóvenes valerosos eran los causantes del revuelo. Comenzó entonces una intensa persecución de los jóvenes, quienes fueron auxiliados por numerosas familias bayamesas y de otras zonas cercanas a la ciudad. Gracias a ellas pudieron salvarse muchos.
En esa coyuntura se produjo el único enfrentamiento armado posterior al asalto: Antonio Ñico López, al frente de un pequeño grupo, parapetado en una estatua de Tomás Estrada Palma, fulminó con su escopeta al sargento Gerónimo Suárez Camejo.
El teniente Pando, jefe de la guarnición, instruyó entonces capturar a todos los sospechosos. Poco después se recibió la orden de matar a diez revolucionarios por cada baja del régimen.
Se premiaría con ascensos militares y otras prebendas a aquellos que más se destacaran en la feroz cacería humana. A pesar de la enorme cadena de solidaridad que tuvieron los jóvenes, diez de ellos fueron asesinados: Mario Martínez Arará, en el cuartel; José Testa Zaragoza, en el camino del aeropuerto de Vega (hoy Aeropuerto Viejo); Pablo Agüero Guedes, Rafael Freyre Torres, Lázaro Hernández Arroyo y Luciano González Camejo, en Ceja de Limones, camino a Babiney; Hugo Camejo Valdés y Pedro Véliz Hernández (el día 27) en la carretera a Sofía, hoy granja agropecuaria Ranulfo Leyva. Ángel Guerra Díaz y Rolando San Román de la Llana fueron encontrados, inexplicablemente, entre los muertos del Moncada. Una oncena víctima pudo haber sido Andrés García Díaz, a quien los soldados dieron por muerto junto a Camejo y Véliz, pero este salvó la vida milagrosamente, y así tiempo después empezó a ser llamado por sus compañeros «el muerto vivo».
Cincuenta años después del acontecimiento el fotorreportero Rolando Avello Vidal —ya fallecido— narró a este redactor que por casualidades de la vida tuvo él que retratar los cuerpos sin vida de seis de los jóvenes. Y recordó que en el grupo lanzado en Ceja de Limones, masacrado el 28 de julio, uno de los cadáveres «tenía un hilillo de hormigas que le atravesaba la boca y terminaba en un lado de la cara».
Acotó que «otro de los cuerpos sin vida mostraba un puño semicerrado, con restos de tierra en su interior. Los lugares de los “hallazgos” estaban previa y disimuladamente señalizados; no había casquillos de bala ni armas. Los cuatro traían ropas de paisano; los orificios de los proyectiles eran enormes».
Su estremecedor testimonio demostraba la crueldad de aquel régimen despótico encabezado por Fulgencio Batista; pero también el valor de la generación que quiso levantar a Martí en su centenario, la misma que estuvo dispuesta a asumir los mayores riesgos y a defender las ideas hasta con su propia vida.
Sangre generosa
Además de los diez mártires de la acción del asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes participaron en la acción Antonio López Fernández, Calixto García Martínez, Ramiro Sánchez Domínguez, Antonio Darío López García, Adalberto Ruanes Álvarez, Raúl Martínez Arará, Armando Arencibia García, Orestes Abad Lorenzo, Gerardo Pérez-Puelles Valmaseda, Rolando Rodríguez Acosta y Orlando Castro García. Ninguno de ellos fue apresado. Mientras Andrés García Díaz, Enrique Cámara Pérez y Agustín Díaz Cartaya (autor del Himno del 26) fueron juzgados y condenados. Pedro Celestino Aguilera González fue juzgado y absuelto.
De los mártires, Luciano Camejo era el mayor, con 40 años. Pablo Agüero tenía apenas 17 e iba a cumplir 18 años el 9 de agosto de 1953. Entre los asaltantes había de distintos oficios: zapatero, albañil, chapistero, hasta un vendedor ambulante. Algunos formaban parte del Partido Ortodoxo o de la Juventud de esa agrupación, además de integrantes de otras fuerzas que se oponían a la tiranía.