Esmeralda desde las alturas. Autor: Juan Pablo Carreras/(AIN) Publicado: 21/09/2017 | 07:05 pm
Holguín, 10:45 a.m. A bordo del MI-17, tengo la sensación de que todas las miradas se posan en mí. Yo, la novata, con «cero horas de vuelo», a la que «hay que bautizar con agua cuando lleguemos» y de quien la mayoría se cuida para no ser salpicada de una forma más desagradable, como lo han hecho otros periodistas, leyendas vivas por sus malos hábitos al volar.
Pienso en eso, concentrada en mirar por la ventanilla que he escogido para respirar aire puro, como aconsejara la fotorreportera Heidi Calderón, cuando el helicóptero de la Fuerza Aérea comienza a despegar en busca de un reconocimiento panorámico de las secuelas dejadas por Irma.
Busco dentro de mí para estar muy segura de lo que siento, y no encuentro temores. Hay quien me mira y pregunta cómo está todo, pero mientras la nave va tomando altura y se desplaza lentamente —digo yo que se desplaza, porque va con cuidado, con calma—, empieza a dejar de importar si habrá o no mareo.
Poco a poco, mientras sobrevolamos algunas zonas holguineras, comienzo a ver campos de caña susurrándole a la tierra las historias de los vientos huracanados, como si todavía los tallos tuviesen miedo de levantar la cabeza o no supieran aún que ya Irma es historia y el país, paso a paso, trabaja en la recuperación.
Dicen los entendidos en el tema que la caña «encamada» puede recuperarse, así que por ahí me llega un alivio. Lo malo son los platanales, que se ven como yerba pisada por caballos. Supongo que habrá quien recoja el producto salvable, porque algunas plantaciones ya no lo son.
Debe ser terrible, para aquellos que imagino dentro de las casitas de abajo, perder tanto sacrificio; mas de poco sirven los lamentos: «A mal tiempo, buena cara», como dice después el primer teniente Belexis Pacheco Ramírez, técnico de vuelo y el más jaranero de la tripulación.
Más lejos de la zona costera, Irma pasó con menor furia. El verde nos embriaga y la vista es disfrutable: pueden verse los campos sembrados y las parcelas semejan mapas gigantes.
Las nubes reflejan su sombra a alrededor de 300 metros debajo de nosotros cuando sobrevolamos Las Tunas. Busco rastros del huracán y las imágenes responden, otra vez, con verde. No puedo hablar de viviendas o instituciones estatales porque no tenemos la posibilidad de pasar por las cercanías de ningún poblado para evaluar los daños. Más adelante, una línea recta dibuja la circunvalación norte que conduce a Nuevitas. Claro que esto ni siquiera puedo adivinarlo.
Para quienes no somos expertos en vuelos, tener sentado al lado al mayor Jorge Reyes Machado, jefe de la unidad Grupo de Aviación, es todo un lujazo, pues va explicando, a «cada paso», encima de qué territorio volamos. Por ahora, las palmas se empinan como estiradas velitas de cumpleaños.
Encima de Sibanicú el Mayor me muestra, a mi izquierda, la circunvalación que conduce a Santa Cruz del Sur. Ya por aquí el paisaje adquiere otros matices, pues vamos sobrevolando las presas Santa Ana (Sibanicú) y Cubano-Búlgara (Camagüey), las cuales muestran, complacidas, los últimos metros cúbicos ganados gracias a lo único provechoso que deja un ciclón en tiempos de sequía: las precipitaciones, que, según reportes preliminares de medios locales, favorecieron el llenado de los embalses en más de un 30 por ciento.
Alrededor de 40 minutos después avistamos Camagüey. Yo, que no lo conozco bien, me concentro en las iglesias, el estadio, la distribución de las calles… Pero, sobre todo, busco las huellas del meteoro, y las encuentro en los árboles derribados y en algunas cubiertas ausentes. «Es difícil, desde las alturas, evaluar con objetividad los daños», pienso. No adivino que después vendrán las imágenes más punzantes. El aire caliente nos abrasa la cara mientras descendemos en territorio agramontino.
La termoeléctrica de 10 de Octubre, en Nuevitas. Foto: Juen Pablo Carreras
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Luego de apreciar los resultados de la unión entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el pueblo, en función de la higienización de la ciudad; con una flor de pencas de coco, regalo de un soldado de una de las unidades militares visitadas, volvemos a despegar. Ahora sí hay que preparar el corazón: vamos hacia donde Irma no tuvo clemencia.
En Esmeralda comprobamos que la fuerza de la naturaleza puede ser tenebrosa. Palmares como fósforos desperdigados por el viento, árboles arrancados de raíz, techos derrumbados, escombros en las calles, poquísimas personas en las vías: la viva estampa de la desolación. Después, el central Brasil y el batey Jaronú, de una intensa historia de luchas obreras y experiencia acumulada en el procesamiento de la gramínea. Allí el huracán montó en cólera y causó muchos estragos, según me cuenta una amiga periodista del semanario Adelante.
Muy cerca del lugar, un pequeño barriecito del que no puedo precisar el nombre con certeza, nos oprime el sentimiento: felices las viviendas que quedaron con techo, afortunados los que no tuvieron ni un árbol caído. Por lo pequeño del lugar y la magnitud de los daños, calculo que cada persona sabe cómo afectó el ciclón a su vecino.
Cuando una mira esos destrozos, parece cosa de muchachos pensar en mareo y bautismos de vuelo. A uno le entran unas ganas de bajar, de apoyar a aquella gente; pero como no se puede, uno desea entonces que quienes comparten la tragedia también cooperen entre sí para que la devastación les duela menos.
A lo lejos divisamos la cayería norte, y como si llegase el ojo mismo del huracán aflora la calma. El mar, la belleza en forma de agua, parece querer engañarnos, decirnos «Aquí no ha pasado nada, compay»; mas luego de lo visto, ya no hay marcha atrás.
En Nuevitas, la termoeléctrica 10 de Octubre está que «echa humo». Qué imagen tranquilizadora verla en funcionamiento, sobre todo por lo que representa para la generación en el país. En este municipio, entre los más golpeados por Irma en Camagüey, comprobamos naves destechadas, viviendas devastadas y la misma estela destructiva dejada en los poblados que hemos divisado antes. Por suerte se observa también la recogida de escombros y la actividad en sus calles. Solidariamente decimos adiós con la mirada.
En playa Santa Lucía, unos cuatro hombres saludan con las manos al ave metálica que les sobrevuela. Todavía pueden verse por allá decenas de techos aguantados por sacos de arena. Es pintoresca la vista desde el cielo. Han dicho por la televisión que las instalaciones de la zona turística sufrieron, sobre todo en cristales, carpintería, ranchones y cubiertas. Al menos esto último podemos comprobarlo. No obstante, el polo conserva la belleza de los sitios donde lo natural se pone a disposición del descanso y el deleite.
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Después de una breve parada en el aeropuerto de Santa Lucía, el helicóptero se enrumba hacia su penúltimo destino, uno de los sitios donde varios huracanes se han ensañado. Mis colegas saben que esta es mi tierra natal y cuando el jefe de la nave, el teniente coronel Carlos Espino Álvarez, informa que estamos a 250 metros sobre la ciudad de Puerto Padre, a donde hacía casi cinco meses no regresaba, no atino a agarrar la cámara para llevarme su recuerdo desde el cielo.
Aguzo la vista en busca de las posibles afectaciones; trato de orientarme para encontrar la casa desde donde mi madre escucha el ruido del helicóptero, pero no puede verme. Yo tampoco logro ubicarla a ella, pero me siento tranquila de no encontrar destrozos por esta zona de Cuba. Ojalá pudiera contar lo mismo de todos los sitios que hemos dejado atrás.
Holguín, 6:10 p.m. De vuelta a casa, ya en tierra firme, hay una sensación que permanece en la mente: Cuba es una sola y el dolor de un pequeño pueblo o de una región entera, ha de ser el dolor de todos. Y si hace falta una mano pa’ echar pa’lante, o si lo que se necesita es un abrazo, pues llegue a mi Isla toda este apretón cubanísimo desde el cielo.