Armas, fotos, trajes todavía con los orificios de las balas y algunas otras pertenencias de los milicianos expuestas en el museo local permitieron sentir más de cerca a los caídos en Girón. Autor: Roberto Ruiz Espinosa Publicado: 21/09/2017 | 06:06 pm
Alguien dijo que dejáramos en casa las ropas bonitas, los afeites y la tecnología… aunque muy pocos lograron desprenderse de los celulares y las cámaras fotográficas. Otra persona recomendó que cargáramos con sábanas, linternas, pomos con agua y bikinis, por si acaso…
Las casas de campaña las pondría la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), al igual que la comida y un programa que envidiaría el mejor y más atrevido mochilero de la República de Cuba. Nos íbamos de acampada y, como bien saben los aventureros, hay que andar ligero si se quiere explorar, y con muchas energías si se aspira a pisar donde estuvieron quienes salvaron la historia revolucionaria hace 54 años.
Partimos el viernes 17 de abril rumbo a la Ciénaga de Zapata y de ahí fuimos a un sitio que pocos de los 400 jóvenes presentes habían visitado: Playa Girón.
Una caravana de guaguas bulliciosas se adentró en el «divino pantano», dejando a su paso flores en los monumentos de los mártires caídos en la gesta de abril de 1961, cuando 1 500 mercenarios pagados y armados por Estados Unidos intentaron derribar la Revolución.
En grandes grupos recorrimos el único criadero de cocodrilos de la Isla. Y allí, bajo el sofocante calor cenaguero, aprendimos tres cosas fundamentales: que en ese lugar hay más de cuatro mil caimanes, que jamás se debe apretar la panza al cocodrilo bebé con el que se fotografían los visitantes y menos si este acaba de tomar agua, y que quien sale de viaje por la Isla nunca debe olvidar poner en su billetera las dos monedas, por si acaso…
Con los dos Joan, Julito y Bernardo, miembros del Buró Nacional de la UJC que guiaban la «tropa», armamos un campamento en el campismo Victoria de Girón. Ahí montamos las casas de campaña donde hasta altas horas de la madrugada se compartieron anécdotas de aventuras anteriores —como la del 2 de diciembre pasado, cuando 82 jóvenes reeditamos el desembarco del Granma—, y hubo también travesuras bajo el techo de tela y se escucharon risas acompañadas del clásico «lo que pase aquí, se queda aquí».
Pero de esa playa histórica, bien lo sabíamos, es imposible que algo no trascienda los márgenes estrechos de la geografía, mucho menos la amistad forjada en sus arenas.
Tampoco será fácil olvidar lo vivido esa noche en Pálpite, donde el proyecto Korimakao nos invitó a soñar con una versión de El Principito que, imaginé entonces, es posible que para los pobladores haya sido como cuando la gente vio por primera vez el cine o la luz eléctrica.
Al amanecer del sábado, una caminata simbólica desde la entrada de Playa Girón hasta el museo local, que guarda pertenencias de algunos de los 156 caídos en combate entre el 16 y el 19 de abril, nos avivó los ánimos. Ese día, además, 71 de los nuestros recibieron, por su condición de vanguardia, el carné que los acredita como militantes comunistas.
¡A Soplillar ahora!, dijo alguien a mi lado mientras leía el programa que, extenuados por la travesía, se nos antojaba intenso. Y allá fuimos.
Estuvimos en el Memorial 50 Aniversario de la cena carbonera con Fidel, que es un sitio sencillo, lleno de fotografías de la Cuba de ayer y donde las canciones de Silvio Rodríguez inyectan más rebeldía que si una las escuchara en otras zonas de Cuba.
Dicen quienes sacaron cuentas que pasamos 28 horas en Girón y sus cercanías. A mí, que tenía como referente más cercano de esa gesta a un tío valiente que cada 19 de abril ansía que le haga una entrevista de cariño, me pareció que estuve muy poco tiempo.
Aunque ahora, a quien me pregunte por dónde es mejor empezar a conocer la Isla, quizá le recomiende las arenas dolidas de Girón, allá donde cada casa guarda el recuerdo del vil ataque mercenario y todo lo que usted ve —según reza un cartel en la entrada del poblado— es obra de la Revolución.