En cualquier lugar del parque los niños esperan el trencito. Autor: Julieta García Ríos Publicado: 21/09/2017 | 05:53 pm
Las campanadas anuncian el viaje. Y los pequeños se descontrolan, porque todos quieren montar y no siempre caben. El tren se detiene a su antojo, y ellos buscan un sitio disponible entre los dos «vagones».
Así comienza el viaje por el parque de Güines, donde años atrás los abuelos, los padres y quizá el propio maquinista conquistaron amores.
Entonces, como ahora, en las noches del fin de semana era costumbre darle vueltas al parque. Sobre todo lo hacían los más jóvenes y las quinceañeras deseosas de mostrar sus curvas en pleno crecimiento. Desde luego, el tradicional paseo no era exclusivo de la juventud. En la rotonda güinera también se veían desfilar a añosos «tipos» y mujeres maduras.
Afortunados eran quienes ocupaban los bancos. Los más listos tenían un lugar fijo para facilitar su ubicación en la conquista. Los «bicicleteros» parqueaban en el contén y en una esquina o banco marcaban su territorio. También lo motoristas, con sus llamativas prendas, iban en busca de su presa.
El parque era el centro del pueblo, el termómetro de la juventud. Y hoy vuelve a ser un sitio concurrido en las noches.
Absortos en el paseo y con una quietud inusual, van los niños escuchando canciones infantiles como Estela, granito de canela o Pin pon…, mientras contemplan el paisaje urbano con otra mirada.
A los adultos la caminata junto al tren podría parecerles interminable, porque otra ya es su noción del tiempo y de la vida. No es extraño que sus mentes se inunden de pensamientos ajenos a la experiencia o que simplemente deparen en los bancos desvencijados, en el montón de ramas que entorpecen el paso, en la fuente seca que recuerda la alegría con que en cada octubre un montón de pañoletas traían flores a Camilo…
Durante la travesía, una termina por aplaudir la edad de la inocencia. Y acepta otra vuelta, quizá una más, por el placer de escuchar en la última parada: «gustó el tren, Mamá».