No perdía tiempo para el estudio este cubano amante de la naturaleza. Autor: Fundación Antonio Núñez Jiménez Publicado: 21/09/2017 | 05:33 pm
Antonio Núñez Jiménez sabe los secretos del hacer y del decir y en ese «abracadabra» entre el acto y la palabra nos arrastra irremediablemente, con tanta facilidad de su parte como complacencia de la nuestra hacia mundos, situaciones y conflictos, cuya verdadera dimensión nunca hemos alcanzado a imaginar. Y es que el sueño y la vigilia no tienen para él fronteras admisibles, hasta el punto de que, al escucharle contar sus obsesiones, no podemos saber a ciencia cierta, en esos inenarrables momentos de complicidad viajera, si somos sus reales interlocutores o si es que nos confunde con antepasados de la tribu o nos toma por futuros escuchas de sus múltiples proyectos para investigar lo transcurrido o lo que la historia está por decidir aún. Con él, de su mano, todos somos transportados.
Pero lo cierto es que Núñez Jiménez, por sobre todas sus virtudes científicas, sabe ver y esa mirada plena de los asombros del «hombre‑que‑quiere‑conocer» ha sido una constante en su libros.
La fotografía se ha convertido así, para él, no ya en una memoria inefable sino en un espejo borgiano de sus vicisitudes a lo largo y ancho de esos laberintos del hacer.
Quizás por eso, lo primero que llamó mi atención de niño en sus libros de geografía fueron las láminas y aquellas fotos donde el autor, de cuya leyenda ya tenía noticias por mis padres, se mostraban en los más inusitados escenarios.
Y es precisamente una fotografía de portada, émula de un alucinante Tomás Sánchez, la que nos introduce en el paisaje que sus ojos vieron en la rústica brega del Amazonas al Caribe.
La puerta de entrada de este libro hermoso y necesario es como en toda buena obra una tarjeta de presentación y una confirmación de que Núñez mezcla su imaginación de cronista de Indias con un instrumental de cosmonauta, cuyos resultados son no solo un estudio fotográfico sino una reescritura de su más extenso relato, esta vez obligado a esa exigente y abrumadora sabiduría de la síntesis del texto.
Por lo pronto anoto aquí que el autor ha hecho suyo, por derecho de obra imaginada primero, vivida después y finalmente publicada, un peculiar decir estético para el texto científico, en el que, como en este caso, suma nada menos que a un emblemático Guayasamín, con una visible y enunciada preocupación por el ecosistema. Y por aquello de los ecos... ¿Después de remar junto con Núñez y su equipo del Amazonas al Caribe, no sentimos crecer en nosotros una conciencia de siete leguas por hacer habitable, y por supuesto navegable, este Planeta? Lo visualizado y lo escrito tienen aquí un singular resultado estético‑conceptual, digno de lo bello, que es lo que nos conmueve y nos conmina.
Núñez y sus multidisciplinarios seguidores nos dicen en este libro una verdad tan sencilla como difícil de ser comprendida por los que dejaron perdida en una recóndita infancia su capacidad de asombro: no son pirañas, sino gases tóxicos, no anacondas sino aerosoles cosméticos, ni mordeduras, ni indios vengativos emplumados, sino el vandalismo de la deforestación y en primer lugar el hambre y el despojo de los más elementales derechos que asolan a los hombres, los que ponen en peligro el hermoso y al mismo tiempo patético paisaje cuya realidad contribuye a redescubrir este libro tan entrañable al caos vegetal, el camino fangoso y el mortal crujido de una rama.
Sigamos, pues, esta cruzada de los «ojos propios» que inflama los futuros velámenes y pegasos de Núñez en su incansable exploración por esos pulmones de la geografía y de la historia, sin cuyo oxígeno no viviría la Humanidad ni tampoco esos ojos de Alquízar que se miran en un espejo universal.
Los dejo a solas, pero no desamparados, con Antonio Núñez Jiménez.