Acuse de recibo
Ya no quedan ni los recuerdos de lo que fuera el elegante restaurante-cafetería El Potín, en Línea y Paseo, una de las zonas más hermosas del Vedado, en La Habana. El fardo de una «gastro-no-mía», de todos y de nadie, ha crecido por años en ese y otros sitios memorables del comer y el libar en la capital.
Daisy Castellanos (O’Farrill No. 461, entre Juan Delgado y Goicuría, Víbora, La Habana) cuenta que el domingo 11 de septiembre ella y su hija decidieron entrar a la parte de la cafetería, y en la tablilla de ofertas —¡qué feos esos artefactos!— aparecía sándwich de jamón y helado. De unas 15 mesas, solo dos ocupadas.
Cuando Daisy trató de averiguar el sabor del helado, la única dependienta no le pudo responder, porque atendía a otros comensales en el otro extremo. La empleada las envió adentro a averiguar. «Y cuando llegamos a la cocina —revela Daisy—, pudimos ver con tristeza que en el interior reinaban una terrible oscuridad, calor y suciedad, en lo que era un elegante salón que hoy cuenta con solo algunas mesas».
Supieron al fin que era de manzana. Y decidieron quedarse, a pesar de todo. Alea jacta est. Les tomaron la orden y les sirvieron lo siguiente, con palabras textuales de Daisy: «Ensalada de helado derretida en platos de arroz comunes; sin adorno, sirope ni bizcochos (15 pesos, a tres cada bola). Sándwich de jamón sin queso, tomate, pepino, mostaza u otra cosa, dos superfinas lonjas, con pan sin tostar (16 pesos). No nos sirvieron agua. No tienen nevera y estaba caliente, supimos después».
No obstante, madre e hija trataban de adaptarse a aquel erial cuando un hombre en una mesa cercana vociferaba por agua, porque no podía tragar el arroz con embutidos que ingería. Y la camarera, que estaba atendiendo otra mesa, le hizo un gesto con la mano para que se esperara. El comensal se levantó a buscar el agua salvadora, protestando, hasta que se fue.
«Esto es demasiado», expresó la hija a Daisy, quien fue a pedir el Libro de quejas y sugerencias para, al menos, estampar el descontento. No tenía siquiera una hoja, una mínima hoja donde recoger el lamento. Solo le ofrecieron un papel de envolver cajas de cigarros. En él, Daisy les sugirió que cerraran el sitio por falta «de todo».
Un trabajador les dijo que la Empresa apenas les mandaba recursos. No tienen suministros para garantizar variedad de ofertas, ni mozos de limpieza. Y del lobo un pelo: reconoció que nunca utilizaban la batidora para al menos hacer batidos de helado.
Da pena ver —sentencia la lectora— cómo se subutilizan lugares privilegiados en Cuba. «Me encantaría saber que algún día mi hija y sus amigas pudieran tomarse un helado decente y comerse un bocadito elegante en una cafetería que figura en los anales de nuestra historia gastronómica», añade.
Esta queja se parece a muchas otras reflejadas aquí durante años. Ahora sobrevendrán reuniones, comisiones y medidas con personas que no son más que la punta del iceberg, pero lo fundamental es analizar la concepción con la que funciona este sector.
Daisy ha puesto la sazón necesaria para el «menú» que hace muchos años urge a una gastronomía ya muy desacreditada e inoperante, aunque pueda exhibir alguna que otra luz aquí y allá. Lugares que fueron gloria y hace rato languidecen en la inmovilidad.
Ahora que comenzamos a transformar nuestro paisaje económico, bien vale pensar que esos sitios de nostalgia pueden revivir, si se aplican fórmulas como las que ya estamos probando, de modo que en el futuro nos podamos ofrecer, como «sugerencia de la casa», iniciativa, laboriosidad estimulada y exquisitez.