Los libros de los premiados esta vez serán publicados en formato digital, en lugar del tradicional libro impreso. Autor: Tomado de Internet Publicado: 06/04/2022 | 08:28 pm
Inmaculado. Esta vez el asesino se destaca vistoso y sofisticado entre la masa gris circundante. Esmoquin a la medida, pelo engominado. Postura perfecta. Siempre sonriente ejerce fascinación sobre los demás. Se sirven copas, todos beben a sorbos, extasiados. El círculo a su alrededor acrece. La belleza de la palabra dada, el verso impoluto y cautivador hace que todos se aglutinen sobre la figura admirable.
Las copas van y vienen; el homicida no contiene su instinto. Saca pastillas que mezcla, a la vista de pocos, con la bebida. Tal es el embrujo que nadie se preocupa por la finalidad, si traerán destrucción aquellas pequeñas esferas que se disuelven en el líquido. El abismo se muestra oscuro y profundo, pero la figura desliza el brazo encima de un hombro. Vierte el néctar sobre las copas vacías mientras desprende dulzura y perfume. Es una fiesta y sería un poco histérico dudar de tan caluroso anfitrión que se enrosca en los cuellos y aprieta hasta que se termine la botella, hasta que la última gota de veneno se esparza dentro de los cuerpos fascinados que aún desconocen el fatal estertor de la mordida de la serpiente.
Vivimos deslumbrados, seducidos e hipnotizados por industrias culturales que diseñan y lanzan sus políticas globales, casi siempre desde los centros de poder occidentales hacia el resto del mundo. El mercado editorial actual escribió sus mandamientos, primero, buscando uniformidad, alianza e interconectividad entre las industrias: literatura, televisión, cine y espectáculo. Luego sugirió que los famosos —los que arrastran cientos de miles y millones de potenciales compradores— deben escribir libros. Nos animaron a comprar, pues es más importante ser famoso que saber desarrollar una idea profunda, genuina y con sentido. Por si fuera poco, nos hizo creer que sexo, política, humor, violencia exacerbada y muchas malas palabras eran la piedra filosofal para triunfar en el mercado.
El tablero y el negocio
La cúpula editorial suele centrarse en lo empresarial, en el beneficio detrás de cada libro. La técnica y el estilo, es puro romanticismo. «En el mundo de la edición se habla de los lectores como consumidores. Se menciona, todo el tiempo y en todas partes, el número de libros vendidos. La venta de libros —no la lectura— ha pasado a ocupar el lugar esencial de la comunicación y la publicidad de las editoriales. Todo libro que busca éxito de ventas trae una fajilla que dice «un millón de ejemplares vendidos» o «diez ediciones». Si han sido leídos o no, no parece ser un valor esencial, porque en realidad solo sabemos con certeza cuántos ejemplares se venden, no cuántos se leen», afirma el experimentado editor y agente literario Guillermo Schavelzon.
Podemos pensar que los lectores están en descenso, que se desvían por falta de tiempo, por la adicción a plataformas de juego y entretenimiento, por las redes sociales… A primera vista, parecen ínfimos los números y no se sabe cuántos leen de verdad.
En 2018 la Asociación Internacional de Editores (IPA, por sus siglas en inglés) y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) publicaron un estudio que nos ilustra cuán equivocados podemos estar sobre las ganancias de la industria editorial a nivel mundial.
La investigación enseñó que el grupo de países analizados —entre los que sobresalen grandes potencias como Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, la República de Corea y Francia—, obtuvieron 50 300 millones de dólares en ganancias. Tan solo el mercado norteamericano generó 23 300 millones.
Respecto al universo hispanohablante, el portal de estadísticas de estudio de mercado Statista GmbH señala que las exportaciones del sector editorial español alcanzaron en 2020 un valor aproximado de 391,8 millones de euros (el más bajo de lo que va de siglo y cuya media sobrepasaba los 500 millones) y 126,2 millones de euros en la facturación de libros electrónicos (un incremento de siete millones comparados con el año anterior). Sin embargo, el confinamiento generado por la pandemia en 2021 impulsó las ventas de libros hasta un 25 por ciento, según datos ofrecidos por la Confederación Española del Gremio y Asociaciones de Libreros (Cegal), y hasta el momento se ha revitalizado la principal industria en idioma español que edita cerca de 90 000 títulos al año.
Pese a las dificultades históricas, las grandes editoriales siguen siendo maestras del marketing y venden libros normales —incluso mediocres—, como si fueran la vanguardia de una nueva era literaria. Hay mucho trabajo detrás, tanto que los lectores apenas logran diferenciar entre una obra de calidad y otra «inflada como globo». La producción en masa de bestsellers ayudó a que en muchos países, como España, los libros formaran parte de los hábitos masivos de consumo (sin duda, un gran logro), pero cuando la finalidad pondera solo entretener o desconectar, garantiza el gusto de masas por lo de moda o superficial, no por una lectura que nos haga pensar y crecer. Dos cosas distintas.
Si la lectura deviene mera industria de entretenimiento, el futuro de los libros insustanciales seguirá garantizado.
Del bien y el mal
Grosso modo, pudiéramos agrupar la literatura en dos grandes bloques: el que se centra en entretener y otro más profundo y reflexivo. En el primero entraría la literatura popular y de géneros menores. Algunos la tildan como «literatura chatarra» en referencia a su calidad y por las tiradas masivas que alimentan el negocio de las editoriales.
Existen listados —algunos bastantes inquisidores confeccionados por la crítica— que condenan a importantes autores a la hoguera. Decir que Ken Follett, J.R.R. Martin o Carlos Ruiz Zafón son «escritores de chatarra» es tan injusto como quien emite esos criterios sin poseer una obra semejante o superior. En su momento Alejandro Dumas, Julio Verne o Edgar Allan Poe fueron calificados por la alta cultura de su época como autores populares y por consiguiente tenían cierto hedor a basura. Hoy sus obras son tesoros de la literatura universal. Así que cuidado con los extremos cegados por las pasiones: puede haber oro dentro del fango.
¿Qué atributos debemos considerar para saber si lo que leemos es bueno o no? Como sucede en las artes, todo pasa por el visor de la apreciación personal. Es algo tan subjetivo que prohíbe verdades absolutas. Más allá de estar bien escrita y estructurada la historia, una obra meritoria debe generar emociones en el lector, hacerlo reflexionar sobre sus conocimientos, conceder respuestas y a la vez nuevas preguntas. Si te da hambre de cultura, si te expande el pensamiento, si te hace cuestionar, no dudes: es buena literatura.
No depende de un sello de mejor vendido o de campañas comunicacionales. Vender más no es sinónimo de calidad. Esa idea forma parte de la estrategia de los grandes consorcios editoriales, de la danza de los millones que mueve el mercado. Estamos tan influenciados, tan expuestos y durante tanto tiempo, a textos insustanciales y comerciales que cada vez somos más sensibles a la toxina que desprende esta literatura.
La mordedura tetanizante asciende desde dentro. Es imperceptible. Solo unos pocos se hincarán de dolor. Nada grotesco, ni extravagante. El galán del esmoquin perfecto impregna el aire de perfume. Las copas se suceden vacías. Las risas fluyen. Se deslizan miradas, se intercambian palabras cercanas hasta que un malestar punzante doblega a un invitado. Cae. Se paralizan los alientos. Muchas piernas tiemblan y se desploman. Se dispersa unos metros el círculo. Al centro quedan los agonizantes.
El anfitrión continúa su macabro libreto. «No pasa nada, algunos indispuestos», dice. Muestra calma y naturalidad. Ordena que alcen la música. Regresan los meseros. Se vuelven a llenar las copas. Unos pocos auxilian a los afligidos. El agresor toma del brazo a una muchacha. Comienzan a bailar. Ella sonríe abstraída, totalmente enajenada, y no puede hacer otra cosa porque, sin saberlo, forma parte del espectáculo.