Hay que pensar mucho en el que viene detrás, asegura Carlos Díaz. Autor: Calixto N. Llanes Publicado: 21/09/2017 | 06:11 pm
Casi en susurro y con tono firme, Carlos Díaz se detuvo ante los seis alumnos que, bajo su tutela, estaban a punto de enfrentarse a su ejercicio de graduación y dijo: «Abandónense de la vida, que ya no pertenecen a ella». Y es que esas palabras definen, de cierta manera, el quehacer del destacado director de la compañía Teatro El Público, quien ha hecho de su existencia un acto de fe, alianza y entrega al teatro.
Lo encontramos en su casa del Trianón, ocupadísimo: en solo unas horas partiría hacia Europa con parte de su colectivo teatral para participar en el festival francés Passages con la obra Antigonón, un contingente épico. Posteriormente esta pieza estaría en cartel en la ciudad de Viena, Austria.
Sus estudiantes lo describen como «un abuelo muy “quemador”», «un osito del cariño», «lo mejor»… Esa imagen se conjugó de inmediato con unas palabras pronunciadas por Verónica Lynn, presidenta del jurado que le otorgó este año el Premio Nacional de Teatro, al decir que Carlos es un referente de la escena nacional, una institución. Las perspectivas pueden ser diversas, pero todos coinciden en que el nombre de Carlos Díaz va siempre asociado a aquello que marca una diferencia. Café y cigarro de por medio, le pregunto:
—¿Se considera usted un paradigma?
—Soy un hombre de teatro, una persona que trabaja mucho. Todo lo que he ido logrando en mi carrera ha sido con empeño. Tengo un enorme sentido de pertenencia y amo mi profesión, el teatro. Mis sueños tienen que ver con ese arte. No es que yo sea el teatro, pero le pertenezco.
—¿Le molesta pasar inadvertido?
—No. Pienso que hay que estar. No tengo sentido de competencia, no me comparo. En esta tierra de Dios (o del que sea) hay espacio para todos y en el teatro me parece que hay posibilidades para que seamos felices.
—¿Es El Público una compañía privilegiada?
—Lo es en el sentido de que el público, el que llena la sala, quiere mucho a esta compañía. Se preocupa por saber qué estamos preparando, se interesa por los estrenos, por lo que decimos.
«La interacción con los jóvenes ha funcionado mucho, aunque con los adultos también (aquí vienen círculos de abuelos). Y como el teatro es esa suerte de amalgama que lo abarca todo, entonces nosotros nos sentimos privilegiados de que así sea».
—Ha dicho que disfruta mucho de los detalles, de armar la maquinaria de un espectáculo, ajustar cada engranaje. ¿Es usted exigente?
—Muy exigente. No trato de ser perfecto, aunque persigo que las cosas lleguen a la perfección. Pongo especial atención a los detalles. El teatro, además de divertir debe lograr y ofrecer una imagen bella de la realidad que se plasma en el escenario.
—¿Considera que posee el don de la concepción?
—La verdad es que no sé si poseo el don, pero sí tengo que ver con el hecho de soñar, de imaginar y poner en función las cosas que pienso... (Risas) Me he sonrojado con la pregunta.
—¿El teatro es respuesta o pregunta?
—Las dos. El público viene preguntándose cosas, y desde el escenario se responden. A su vez, las obras interrogan y desde la interacción, el espectador responde. Soy de los que creen que el público cuando ve una obra, no sale damnificado o curado, pero sí tiene una nueva carga en su vida: la del teatro.
—Si fuese una pregunta, ¿cuál sería la de Carlos Díaz y El Público?
—¿Cuándo lograremos cuidar el teatro? Porque exige de mucho cuidado, atención. Siempre pienso en eso.
—Se habla mucho del teatro necesario. ¿Cuál es ese para usted?
—El que lleva en el alma la compañía, el que los actores sienten al decir… Es lo que el país necesita, lo que nuestra cultura demanda. Martí decía que el teatro para hacer y prevalecer tiene que ser un reflejo de la época en que se produce. Es muy difícil hacer teatro hoy sin nuestras incertidumbres, sueños, ansias, defectos, virtudes; ahí está lo necesario.
—Dijo hace poco que su labor termina el día del estreno. Entonces, ¿qué piensa mientras está sentado al fondo del teatro viendo cada puesta?
—Desde el final de la sala observo el proceso. Pienso en el decursar del trabajo, en la evolución, en el crecimiento…
—Cuando se hace teatro uno se expone. ¿Qué expone usted?
—Siempre lo expongo todo. No creo en eso de que hay que abrirse las venas y de que el teatro es un templo, pero en cada espectáculo lo doy todo, me va la vida en ello. No guardo nada, no soy una persona que se cuida de no decir esto o no plantear lo otro. Es sencillamente un lugar para ser feliz. El teatro, la caja mágica, el momento de representación de la obra, es la posibilidad de purificarse y sacarlo todo.
—Provocador, agresivo, transgresor, incómodo, intenso… están entre los adjetivos que destacan cuando se habla de El Público. ¿Agregaría o quitaría alguno?
—Son solo puntos de vista y ante eso es imposible discutir. Como estamos expuestos, no puedes pelearte con un crítico o periodista, para aclarar que uno no es transgresor o contestatario. El epíteto que me merezco es trabajador.
—¿Decir Carlos Díaz es decir polémica?
—Cuando se trabaja se polemiza. El hecho de hacer una obra de teatro es, como diría el poeta, «poner la cosa mala».
—En sus declaraciones repite las palabras liberación, libertad. ¿Es el teatro una suerte de exorcismo?
—Es eso: un acto de libertad. Cuando un actor enuncia un texto, lo libera, lo saca. Cuando uno escoge una pieza de un determinado autor, o logra una reescritura, se liberan tensiones, puntos de vista e inquietudes.
—Si tuviera que escoger un par de actores y un montaje para definir el quehacer de El Público, ¿cuáles serían?
—Eso es muy difícil, porque tenemos actores emblemáticos. Escogería Santa Cecilia, de Abilio Estévez, con Osvaldo Doimeadiós; y a un Fernando Hechavarría atravesando muchas obras, pues él ha sido como un fetiche, pero tendría que pensar en Las amargas lágrimas de Petra von Kant y El Rey Lear.
—«Tengo poco que perder», le escuché decir en una ocasión. ¿Exceso de confianza o es que a estas alturas no teme al fracaso?
—Significa que todavía tengo mucho que ganar. Abilio dice en Perla marina que «vivir es ir perdiendo cosas», y le dije: sí y además comprándote otras nuevas. Cada día es la posibilidad de luchar y tener más.
—El Premio Nacional inevitablemente siempre se asocia a la vejez…
—Sí, aunque soy de los más jóvenes en recibirlo. Pero no soy viejo, mi alma tiene unos 19 años. No pienso en la vejez, porque se puede envejecer por fuera, pero lo que hay que cuidar va por dentro. En mi caso no hago teatro con la parte de afuera, sino con la que tengo muy bien resguardada.
—¿El Público constituyó un punto de ruptura en el teatro?
—Creo que sí. Fue la aparición de algo que llegó para quedarse, El Público encontró un lugar personalizado y una manera de hacer. Aquí están los que quieren estar, sean jóvenes, viejos, virtuosos, menos virtuosos, y un orgullo que siento es que cuando se anuncia un estreno la gente está al tanto, como con los ciclones y las tempestades.
—¿Quiere decir que El Público estremece?
—Quiere decir que se nos quiere.
—Una vez aseguró que «los que hacemos el teatro o los que critican el teatro, no estamos muy claros de lo que el público quiere». ¿Qué cree que quiere el público de El Público?
—El público lo quiere todo. El espectador viene a consumir, a ilusionarse, a deleitarse, y eso es una responsabilidad. Esto es como un vendaval sin rumbo y lo único que tenemos que hacer es seguir haciendo teatro.
—Ha dicho que posee el raro encanto de llevar las cosas por donde quiere, ¿es usted un maestro manipulador?
—La palabra manipulador no me gusta, eso se aplica más a las marionetas y yo no manipulo al actor. Trabajo por inducción, me gusta inducir al actor a que encuentre su realidad.
—¿Acaso eso no es una sutil forma de manipular?
—Es que existen los guantes de seda y el director es un artesano de sentimientos, de sensaciones, de puntos de vista, de emociones y eso hay que cuidarlo.
—La formación de jóvenes: ¿compromiso, hábito o talento?
—Compromiso. Hay que pensar mucho en el que viene detrás. Ahora mismo estoy casi al egresar una promoción de estudiantes de Teatro. Mi responsabilidad es medir el calibre de esos muchachos y saber a dónde van a parar y qué van a hacer.
—Lo mueve la vocación de entregar una verdad en cada espectáculo. ¿Cuál es la de Carlos Díaz?
—Cada proceso de trabajo requiere de una verdad, de un superobjetivo. Siempre hay una frase que lo mueve todo. Es como los relojes suizos: son tan precisos que todo te lleva a la hora exacta; hacer un buen espectáculo implica cuidar y mantener esa actitud. Ahí radica la verdad.
—¿Qué es lo que quiere dejarle a los espectadores cuando se van a su casa después de un espectáculo?
—Quiero dejarles la verdad de la que hablábamos y lo mejor de esta compañía. Mi intención no es dar clases de cómo apreciar el quehacer escénico, porque el teatro es sensación, magia… La gente debe llevarse esa magia porque es imprescindible para poder vivir en el mundo de hoy.
—¿Es usted una especie de mago?
—Me encantaría serlo. Lo que no me gustan son los trucos. Todavía pienso que la magia se puede cosechar y yo lucho porque en cada proceso de trabajo no falte.
—¿Cree que siguen faltando directores?
—Sí, y también hacen falta directores jóvenes. Por eso es tan importante atender a esos brotes que vienen saliendo.
—¿Por qué valora tanto la diversión como finalidad?
—Porque la vida es diversión. Divertirse le hace bien al espíritu, al alma, a la salud, a la cultura de una persona y a su proyección. La gente tiene que aprender a sonreír, a reír en alta voz, a lograr una risa que sea rítmica y hermosa.
—Si el teatro cubano fuese un cuerpo humano, ¿qué parte le tocaría a El Público?
—Valoro en especial el enlace del cerebro y el corazón, pero no podemos descuidar las plantas de los pies y las manos. Es así, el teatro es un cuerpo humano, y eso requiere de la conjunción de cada parte. Pero me quedo con la conexión entre cerebro y corazón: esa es la que todo lo puede.