El general Antonio Maceo y su ayudante Panchito Gómez Toro fueron enterrados en abrazo eterno para la historia. Autor: Tomada de EcuRed Publicado: 07/12/2020 | 11:58 am
Ciego de Ávila.—Es la Guerra de los Diez Años y Máximo Gómez invade el valle de Guantánamo. La riqueza cafetera, uno de los sustentos del poder colonial en la región, es arrasada por el fuego de la tea y los combates. Nada parece detener el avance mambí, hasta que el 12 de agosto de 1871 se llega al cafetal La Indiana.
El edificio señorial de la finca se ha convertido en un pequeño fuerte de dos plantas, con trincheras delante del muro de la casona. Desde las ventanas, bien protegidos, los tiradores se lucen con una puntería de espanto. Varios ataques fracasan y el campo se encuentra lleno de heridos y muertos.
Máximo Gómez indica un último ataque y a los pocos minutos tiene que apretar los dientes ante el fracaso. Incómodo, ordena la retirada y entonces el teniente coronel Antonio Maceo se le para delante. «General -dice el joven mulato-, tengo allí a mi hermano José muerto o herido y no lo abandono en poder del enemigo».
El dominicano es consciente que otro ataque puede ser una muerte segura para Maceo, pero también sabe que hay situaciones ante las cuales los hombres no pueden apartarse. Gómez acepta y extiende la propuesta: si Maceo cae, él personalmente se hará cargo del asalto.
No sabe que está a punto de vivir una de las sorpresas de su vida. Maceo y sus hombres salen a toda carrera, sin importar la lluvia de balas. Boquiabiertos, los mambises ven cómo el fornido oficial llega a las trincheras, se acerca a los hombres que, asustados, permanecen pegados a la tierra, y los levanta en peso, como si fueran fardos, para que vayan a pelear.
Algo semejante hará después en la Batalla de Las Guásimas, pero eso es otra historia. Desde las ventanas de la mansión no cesan los disparos y Maceo ordena prender fuego a la casona. Detrás, en una trinchera, José yace con la ropa bañada en sangre. Está herido (permanecerá así hasta 1872), pero respira tranquilo. El hermano mayor ha salvado al más pequeño.
II
Parafraseando a Eduardo Galeano, la historia está hecha de pequeños trocitos que el tiempo se encarga de desvanecer. Después llegan los grandes relatos, donde esos diminutos pedazos hechos de carne, pasión y lágrimas se lanzan al fondo de los acontecimientos. Pero esos trocitos son, en definitiva, los que sustentan esa gran Historia.
¿Qué relación puede tener Maceo con las vivencias de otros cubanos en circunstancias semejantes? Es ahí —como en las piedras—en los pedazos íntimos en la vida de cada persona que hablan por sí solos, donde duerme la memoria.
III
En la intimidad de su familia y el hogar, junto algunas medallas al valor, Humberto Pérez Escobar guarda en la memoria 613 misiones en helicópteros de combate en Angola. Foto: Luis Raúl Vázquez
Humberto Pérez Escobar mide seis pies de estatura y tiene el pelo cenizo. Antes de la pandemia, se le veía en las colas de Ciego de Ávila soportando los empujones de los coleros en la feria o los espavientos de burócratas en las oficinas de trámites de la ciudad.
Cuando uno miraba la escena se reía en silencio. «Si ellos supieran», piensas. Si ellos supieran, por ejemplo, que ese señor de espejuelos y andar pausado fue por más de 20 años juez del Tribunal Provincial Popular de Ciego de Ávila y conserva en las gavetas de su casa una veintena de medallas, algunas como reconocimiento al valor en Angola.
Si supieran que ese hombre, que no reclama honores, era piloto de helicópteros y cumplió 613 misiones, de ellas 49 de guerra. Si supieran todo eso, ¿qué harían?
Un compañero que voló en el mismo helicóptero contó cómo Humberto dirigió la nave en medio de un combate. «El hombre no se movía –dijo-: Parecía de hielo. ¿Tú sabes cómo se ve una trazadora en el cielo cuando estás montado en un bicho de esos? Tú piensas que las balas tienen tu nombre y andan buscándote, y si te cogen, di adiós; pero el hombre no tenía miedo, socio, ni chistaba en el asiento».
Un día le pregunté: «Humberto, ¿tú no sentías miedo?». Él agachó la cabeza con una sonrisa. «Mi suerte es que no se fijaban en las piernas», responde. «¿Por qué? —insisto—. ¿Qué tienen que ver las piernas con eso, chico?». Vuelve a reírse: «Que me temblaban sin parar, mijo. Las muy condenadas no se podían aguantar, pero nadie se daba cuenta».
IV
Antes de prender fuego en el cafetal La Indiana, los mambises se lanzan al ataque de la mansión. La lucha es cuerpo a cuerpo, hasta que aparece una bandera blanca. Una voz dice: «¡Aquí hay una mujer y un niño que no deben perecer! ¡Contestad si venís a buscarlos!».
Maceo envaina el machete y avanza entre el enemigo. Toma al niño en sus brazos, y con la cortesía de un caballero ayuda a salir a la mujer y los lleva lejos del peligro. Al volver, se reanudan los machetazos. El joven teniente coronel ordena incendiar el edificio. Los defensores caen uno a uno. Las llamas empiezan a devorar la segunda planta cuando un español salta de las ventanas y se abre paso a tiro limpio. Los mambises quieren seguirlo, pero Maceo los detiene: «Déjenlo ir, que ese es un hombre».
V
Cuando al general Romárico Sotomayor lo hicieron Héroe de la República de Cuba, Humberto andaba feliz. Había sido piloto de Sotomayor en Angola y a cada momento, entre sus amigos, contaba sobre la tranquilidad del general ante el peligro. «Pero yo le tenía puesta la estrella de Héroe desde mucho antes… Oye el cuento», me dice.
El 5 de febrero de 1984, tarde en la noche, cuando cumplía su día número 134 en Angola, al primer teniente Humberto Pérez Escobar lo llamaron al puesto de mando de la Agrupación de Tropas del Sur (ATS) en la ciudad de Huambo. Parecía que en el frente había algo grande porque el recinto se encontraba lleno de oficiales.
Resulta que un blindado había caído en una emboscada y un cubano se encontraba muy mal herido en la pista de aviación del poblado de Kibala, a la espera de un avión o un helicóptero para rescatarlo. Junto al soldado había otro cubano, que en Cuba era veterinario y ahora hacía funciones de enfermero. «Un médico de animales atendiendo a un ser humano y sin ningún instrumental», aclara Humberto.
Existían, sin embargo, dos problemas más. El primero era que la pista se había desminado, pero sus alrededores aún permanecían llenos de bombas. Un aterrizaje en falso y todos volarían en el aire. El otro problema consistía en que Humberto era el único piloto en Huambo con certificación para volar de noche.
«Pero, general, Humberto no puede volar», anunció el teniente coronel Telmo Almenares, jefe del Estado Mayor de la Aviación en la ATS. «¿Por qué?», preguntó Sotomayor.«Porque él no ve, general. Le inyectaron clorhoquina líquida por el paludismo y eso afecta la visión».
Sotomayor miró a Humberto. «Usted ha volado bastante por esa zona».«Lo he hecho, sí». «La conoce bien». «La conozco». «Correcto. Entonces usted dirigirá desde aquí el vuelo del avión que saldrá de Luanda a rescatar al compañero». Humberto levantó las cejas: «Permiso, general», dijo firme. «Diga», respondió el aludido. «General, usted sabe que volar en avión de noche, aquí en Angola, es un poco complicado…». «Sí, lo sé», cortó el oficial, y el piloto encogió los hombros: «Ese hombre está hecho un trocito, a lo mejor se acaba de morir con la nave volando hacia allá», terminó su idea el joven.
Sotomayor miró a Humberto. «Oiga, primer teniente, a Fidel se le cayó un hombre cuando venía en el Granma y viró a buscarlo —En el local, el único ruido que se escuchaba era el de los aparatos de comunicaciones—. Es verdad, lo que hay en Kibala puede que sea un trocito, pero es una persona, ¿me oyó?, está viva y hay que salvarla». Y lo salvaron.
VI
De niño, a Francisco Gómez Toro, Maceo le decía «mi amigo Pancho». Le tenía los afectos de un sobrino y su alegría fue inmensa cuando lo reconoció entre los expedicionarios del vapor Three Friends.
Al morir el 7 de diciembre al lado del Titán, Panchito tenía 20 años. Su cuerpo y el del Lugarteniente General fueron recuperados por una tropa dirigida por el coronel Juan Delgado, quien encomendó al tío Pedro Delgado enterrar en secreto los cuerpos en su finca Cacahual. El juramento implicaba decir el lugar cuando Cuba fuera libre y solo se le informaría al presidente de la República o al general Gómez.
Un año después, a la finca llega una comitiva para la exhumación. Allí está la viuda de Maceo, María Cabrales, y la familia de Panchito y Pedro Delgado con los suyos. Es una mañana fría —como lo será, 90 años después, cuando en Cuba se entierren a los caídos en Angola—. El silencio es total. Solo se rompe por el ruido de las palas al remover la tierra.
Pasa el tiempo y Gómez se impacienta. Los cuerpos no aparecen. «¿Pedro —pregunta el Generalísimo—, ¿tú estás seguro de que los restos de Maceo y de mi hijo Panchito están ahí abajo?». El campesino lo jura. Dice que se debe cavar más hondo y añade: «Y para que no quede duda le digo desde ahora que coloqué el cuello del joven sobre el brazo derecho de Maceo, como sirviéndole de almohada».
Gómez calla. Los azadones siguen removiendo la tierra hasta que oyen el choque con unos huesos. Los médicos de la comisión bajan a la fosa y allí, en trocitos unidos por el tiempo y la historia, se descubren los restos. La tierra se acaba de apartar y la familia se recoge. Creen lo que observan, pero siempre es difícil. En su tumba de guerrero, Antonio Maceo tiene el brazo bajo el hombro de Panchito en un gesto último y definitivo, algo que ni siquiera la muerte pudo cambiar: El gesto del cariño eterno.