El pueblo cienfueguero esperó el momento de la acción, era el tiempo de vencer apostando la vida. Autor: Archivo de JR Publicado: 21/09/2017 | 05:01 pm
La hora fue la del alba. Miles de hombres esperaron el momento con el pecho apretado contra los fusiles. Era tiempo de vencer apostando la vida. Eran instantes decisivos de una revolución que luchó mucho por la soberanía. Ya Cienfuegos tenía escrito el plan; no debía fallar, todo estaba dispuesto. Al amanecer, el jueves 5 de septiembre de 1957, la ciudad se rebelaría contra el tirano.
Julio Camacho Aguilera y Dionisio San Román, jefes de la acción, entrarían en Cayo Loco a las 6:15 a.m., luego de que los complotados de la Marina se apoderasen del Distrito, tras tomar las postas acordadas. Así lo hicieron. Los combatientes acuartelados en distintos puntos de la ciudad irrumpieron en el Cayo sin dificultades y tomaron armas; a ellos se les sumó casi la totalidad de la Marina.
De inmediato decenas de combatientes del Movimiento 26 de Julio se dirigieron a la ciudad para cumplimentar el plan de alzamiento. Y en la medida en que la noticia del motín fue conociéndose entre el pueblo, muchos hombres se presentaron en las puertas del Cayo pidiendo armas para combatir.
El apoyo popular fue decisivo y logró consolidar aún más las fuerzas contra las hordas batistianas. Gracias a ello se tomó la Unidad de la Policía Marítima, la Unidad de la Policía Nacional y se capturó y desarmó a decenas de soldados esbirros.
Pero una decisión de aplazamiento de las acciones, a última hora, dada por los altos mandos de la Marina, provocó que Cienfuegos se alzara sola, como un haz estridente, pero sola. El cambio de fechas no fue comunicado, motivo suficiente para augurar un posible e inminente fracaso de los planes.
Según artículo publicado en el periódico 5 de Septiembre, los altos jefes en la provincia no tardaron en darse cuenta del percance y se crearon contradicciones entre ellos que tensaron aún más la rígida situación. San Román no aceptó las indicaciones de Camacho de adherirse al programa inicial: marchar hacia el Escambray para abrir un frente guerrillero. Entonces decidió contactar con otra unidad naval y abordó un guardacostas; lo apresaron sin apenas salir de la bahía. Fue asesinado cruelmente tiempo después en la capital del país, pero no delató a ninguno de sus compañeros.
Las fuerzas tácticas del ejército no tardaron en caer sobre la ciudad. Para esa hora (12:00 p.m.) los combatientes del M-26-7 ya ocupaban los edificios más importantes del Parque Martí; y desde allí continuaron defendiendo la urbe. Numerosos revolucionarios se retiraron en la medida que consideraron perentoria la derrota. Entre las 2:00 y las 3:00 p.m., llegaron aviones ametrallando cuanto blanco encontraron, incluidos Cayo Loco y barrios cienfuegueros.
El ejército rodeó todos los puntos tomados por los alzados. A partir de entonces fueron inútiles los intentos de Camacho de reforzar con nuevos hombres y municiones. Finalmente la tiranía recuperó Cayo Loco, cayeron la Jefatura de Policía Marítima y la Estación Nacional (a las 10:00 p.m.). Y aunque el pueblo continuó resistiendo en el Parque Martí, las fuerzas, poco a poco, cedieron ante la superioridad numérica del contrario. La mayoría de los combatientes fueron asesinados sin escrúpulos por los esbirros.
Los últimos focos de resistencia se apagaron durante el transcurso del día 6. Algunos combatientes lograron escapar de los soldados del Ejército y refugiarse en numerosos hogares que abrieron sus puertas para salvar a los sublevados.
A pesar del fracaso táctico y militar de la hazaña, Cienfuegos fue como un arcoíris que sale después de la tormenta. Sirvió de ejemplo eterno y demostró cuánto es capaz de hacer un pueblo por alcanzar la libertad. Puso en alerta al tirano, y le anotó sobre el papel la cuenta regresiva de los días de mandato. Cienfuegos fue grande, soportó en silencio a sus muertos, y martilló las cabezas de los esbirros.
El 5 de septiembre de 1957 es mucho más que una fecha, que un número al azar en un calendario de época, mucho más que un recuerdo o un mérito: es toda el alma abierta de par en par, es la seguridad plena de que a los Quijotes no se les apaga, ni se les subyuga, ni se les vence.
La capucha negra e impúdica
Ellos traían los ojos pintados de furia. Grandes, cuarteados, estupefactos. Convirtieron sus manos en metralla y ya no dejaron de disparar. Se pusieron la capucha, negra e impúdica, y torturaron a hombres como si fuesen animales; los golpearon, los mataron, porque hacía mucho les enseñaron a detener las revoluciones a fuerza de asesinatos. Y así lo hicieron los esbirros también aquel jueves 5 de septiembre de 1957.
Quisieron escarmentar a la ciudad con sangre en los portales y golpes que jamás dejaron de doler en la piel, ni de estar. Pero no solo los protagonistas pagaron el precio con muertes plagadas de mentiras; también lo hizo el pueblo, que hubo de llorar a sus víctimas a los pies de la bahía.
A todos los caídos los enterraron en una fosa común, abierta a pico y pala por empleados del cementerio. En la mañana del día 6 se inscribieron las primeras 34 defunciones, pero continuaron apareciendo cadáveres, 21 más, que fueron situados junto a los otros. Los tiraron en tierra sin piedad; quedaron amontonados como si fuesen desperdicio, sin féretros, sin identificaciones, sin respeto. Los cuerpos estaban despedazados y la tierra les fue sepultando las marcas de los balazos.
Investigaciones posteriores cifran las muertes de la siguiente manera: combatientes militares (marinos y policías marítimos): 27; combatientes del M-26-7: 11; víctimas civiles: 5. José D. San Román Toledo y Alejandro González Brito fueron asesinados en La Habana por sicarios de la dictadura. Combatientes del M-26-7 caídos en Santa Clara y La Habana: 9; y soldados de la tiranía (según el Registro Civil de Cienfuegos): 13. Por lo que, sin contar las bajas de los esbirros, que fueron enterrados fuera del territorio, el total de muertes confirmadas es aproximadamente de 67.
Entre las víctimas civiles estaba Iluminada Sánchez Terry, quien fue asesinada dentro de la estación de la Policía. Así, sin porqués, ni razones, ni treguas. Porque los esbirros entraron en turba desesperada a recuperar el lugar y decidieron matar a todos los que allí estaban, sin importar si eran civiles, o los motivos particulares por los que, a esa hora, estaban en el lugar equivocado.
A Iluminada Cordero Rivero la sorprendió un parto prematuro al amanecer del 6 de septiembre. Las atenciones hospitalarias estaban interrumpidas porque los esbirros buscaban a los heridos para rematarlos, por eso Iluminada no pudo siquiera intentar salvar, al menos, a su bebé. Murieron ambos por falta de servicios médicos.
Cielo en ráfagas
Cuando se conoció la noticia del alzamiento en Cienfuegos, fuerzas de apoyo del tirano fueron enviadas para frenar la acción. Una de las escenas más crueles fue el ametrallamiento, porque no se limitaron a bombardear Cayo Loco, sino que cayeron sobre la ciudad como hordas de buitres desesperados.
Y así fueron cobrando con sangre y muerte, heridos y mutilados. El castigo quedó escrito sobre la misma hoja negra de los gobiernos cubanos de turno. Los barrios con mayor número de heridos fueron Reina, San Lázaro, Pueblo Nuevo, Mercado, La Juanita, Pueblo Griffo, Bonneval y Paradero.
Olimpia Medina Arruebarrena tenía apenas 13 años. Los tiros, el aspaviento en la ciudad, y los aviones ametrallando cada espacio, debieron asustarla sobremanera, por eso trató de esconderse debajo de su cama. Se tapó los oídos con las manos, para no tener que escuchar, para olvidar el miedo. Pero una bala de avión la privó para siempre de otros amaneceres. Entró a la casa sin avisar y con un estruendo enorme. Entró y la sorprendió en silencio, con el pánico abrazándole la piel, y ya nada pudo salvarla: el proyectil le traspasó el dorso de su mano hasta llegar al cráneo. A su hermana Dalia, de ocho años, otra bala le hizo perder un pie.
Así le ocurrió a René Iglesias Vigil (farmacéutico) y a Secundino Lacomba Espinosa (relojero), ambos alcanzados también por balas calibre 50. A Liduvina Méndez le escindieron la pierna izquierda desde la altura de la rodilla. Enrique Castro recibió en un brazo heridas de fragmentos de un proyectil y hubo que amputárselo. Y Amparo Acosta Águila, de 12 años, fue herida gravemente, cuando a esa edad aún no podía siquiera comprender lo que pasaba.
Ellos traían los ojos pintados de furia y de muerte. Vinieron a cobrar las vidas que pensaron frenarían la insurrección. Vinieron como locos, sin percatarse que por encima del después y las palabras, se levantarán siempre los héroes de esta tierra.
Bibliografía consultada:
1. Artículos publicados en el periódico 5 de Septiembre.
2. La luz que sube de tu nombre. Libro de Andrés García Suárez.