Lecturas
El lector Rolando Estévez y una lectora que firma Cristi su mensaje electrónico y que debe moverse en la esfera de la cinematografía, escriben a fin de llamar la atención sobre el error que advirtieron en la página de la semana pasada, aparecida con el título Del Fructuoso me han dado un recado, y que se dedicó al prestigioso Hospital Ortopédico Fructuoso Rodríguez en ocasión del aniversario 60 de su apertura.
Lo que el lector Estévez califica como «desliz», el escribidor lo define como un solemne y soberano disparate, y acepta totalmente su responsabilidad. No contrastó suficientemente sus fuentes y, al aludir al sustituto del doctor Martínez Páez en la dirección de esa casa de salud, escribió que «el Dr. Blardoni ha sabido mantener hasta la actualidad la tradición docente-asistencial del Fructuoso…». Ello resulta imposible porque el distinguido profesor enfermó de cuidado a fines de 2008 y falleció a mediados del año siguiente. La dirección pasó entonces a otras manos.
Comenta el profesor Diego Artiles, especialista en Ortopedia de esa institución, que la carga asistencial del hospital perjudicó equipos y deterioró la edificación, lo que obligó al cierre por períodos de la unidad quirúrgica. Pese a eso se continuó trabajando arduamente en las esferas docente-asistenciales e investigativas. Un logro de relieve fueron las 614 intervenciones de fractura de cadera que durante el año pasado se realizaron allí en un solo quirófano del Cuerpo de Guardia, cifra que constituye el 34 por ciento de ese tipo de fracturas operadas en La Habana y el 9,3 por ciento de las intervenidas en todo el país.
Precisa el doctor Artiles que con motivo de los 70 años del hospital, se inauguró la unidad quirúrgica y una sala de hospitalización para cirugía de alta complejidad.
En relación con la página de hace dos semanas, remite, desde San Juan de Puerto Rico, dos mensajes electrónicos el lector Gerardo Barrera. Dice el primero de ellos:
«Con el tema de la poliomielitis, trajiste a mi memoria la primera mitad de los años 50 en La Habana, cuando todos vivíamos aterrados con ese maldito virus que, gracias a Dios, no atacó a nadie en mi familia. Con el pasar de los años, conocí a varias personas que sufrían las secuelas de esa enfermedad.
«El doctor Ricardo Machín, que mencionas en tu artículo de hoy, era primo hermano de mi padre, pero como ninguno de los dos tuvo hermanos varones, ellos se consideraban hermanos entre sí.
«Ricardo Machín era como un misionero de la Medicina. Atendía en su consultorio a decenas de personas sin recursos, a los que no les cobraba un centavo. Por cierto, él y mi padre fueron arrestados en el aeropuerto de Miami en los años de la Segunda Guerra Mundial cuando iban a comprar repuestos para una lancha, porque tío Ricardo era representante de unos productos médicos de los laboratorios alemanes Merck, A.G., los cuales no se recibían en Cuba desde poco antes de comenzar el conflicto.
«Tío Ricardo era el padre de “Tavo” Machín, que murió en Bolivia junto al Che. «Ahora, como ya es habitual, voy a enviar tu interesante artículo a unos 50 amigos y conocidos que todas las semanas lo disfrutan».
En la página de la semana antepasada, el escribidor aludía a los hermanos Alberto y Clemente Inclán Costa, ortopédico el primero, y pediatra el segundo, además de rector de la Universidad de La Habana. En su segundo mensaje, el lector Barrera da cuenta de lo que en relación con estos eminentes profesionales de la Salud, le dice el doctor Enrique Lamoutte Inclán, magistrado del Tribunal de Quiebras, de Puerto Rico:
«Los doctores Inclán Costa eran primos de mi abuelo Serafín Inclán Arango. Asturianos. Mi abuelo decía que los Inclán profesionales fueron a Cuba y los agricultores a Puerto Rico. Mami recuerda cuando la artista Marion Inclán, hija de uno de ellos, se quedó con la familia en Puerto Rico. Siempre aclaraba que los Inclán de México no eran familia».
Y ya que se mencionó ese terrible flagelo, que se eliminó en Cuba después de 1959, voy a reproducir algunos datos sobre su incidencia en la Isla, encontrados en viejos papeles.
Se dice que hizo su aparición en Cuba en 1908. Tres casos se diagnosticaron entonces. Al año siguiente, 135 enfermos se registraban en Santa Clara y pueblos vecinos. A partir de ahí, con intervalos, ocurrieron brotes epidémicos de importancia, como el de junio-diciembre de 1935, que registró más de 500 víctimas. Con un número más o menos similar cerraría la epidemia de 1946.
Sobre la casa de Marina inquiere un lector cuyo nombre no recogí.
Marina Cuenya fue la más famosa matrona en La Habana anterior a 1959. Era de origen gallego y tenía dos hijos. Un varón y una hembra que vivía en la Argentina y a la que hacía envíos periódicos de dinero.
Hubo muchos prostíbulos en La Habana anterior a 1959. El único que pasó a la crónica es el de Marina, en la calle Colón número 258, en el muy habanero barrio del mismo nombre, una de las zonas de tolerancia de la capital cubana en la época. Marina no tuvo nunca casas en Infanta ni en la calle Marina. Lo que sucede es que con su nombre se ha bautizado a más de una propietaria de burdeles.
Era, por sus tarifas y las personalidades que lo frecuentaban, un sitio bastante exclusivo. El «servicio» se prestaba por diez pesos —una fortuna en la década de 1940—, y la puerta principal se abría solo al cliente conocido y, a discreción, al que llegaba recomendado o podía mencionar, por su nombre, a alguna de las muchachas que «laboraba» en la casa. La saleta, donde se exhibía una imagen de bulto enorme de Santa Bárbara, con su corona y su espada de oro, daba paso al patio central rematado por un bar bien surtido. Allí muchachas bien vestidas y perfumadas esperaban por el cliente para perderse en el piso de arriba.
Un álbum recogía las fotos de todas las «pupilas» de Marina, lo que permitía al cliente ahorrar tiempo a la hora de escoger y hacer su selección a distancia. Esa manera de ofrecer a las prostitutas fue toda una novedad en La Habana de su tiempo. El álbum, se dice, todavía anda por ahí. La imagen de Santa Bárbara permanece en la saleta de lo que fue el prostíbulo, ya sin su corona ni su espada de oro.
Un día, el general Quirino Uría, jefe de la Policía Nacional, y Lomberto Díaz, ministro de Gobernación (Interior), salieron del periódico El Mundo, en Virtudes 257 esquina a Águila. Se dirigirían al Palacio Presidencial y decidieron hacer el trayecto a pie. Atravesaron el barrio de Colón y llegaron escandalizados a la mansión del Ejecutivo. El Ministro sugirió al presidente Prío que tomara alguna medida con la zona de tolerancia, y Prío le respondió que hiciera lo que estimara oportuno. De aquella conversación salió el famoso decreto que clausuraba el barrio de Colón y que inspiró al compositor Eliseo Grenet aquel sabroso sucu-sucu que decía: «Ya los majases no tienen cueva / Felipe Blanco se la tapó…».
Días más tarde, ya con las putas desalojadas y los prostíbulos cerrados, el doctor Héctor Garcini, un distinguido abogado con bufete en La Habana, visitó al Ministro de Gobernación en su despacho oficial del viejo colegio de Belén. Iba a abogar por el barrio. Lomberto Díaz le comentó que los dueños de los inmuebles que albergaban los prostíbulos debían sentirse contentos del desalojo, pues podrían así reivindicar Colón y alquilar a familias los locales.
Garcini movió la cabeza en sentido de negación. La cosa no era tan fácil. Una familia pagaría por aquellas casas entre 25 y 40 pesos como máximo, mientras que la misma casa dispuesta para prostíbulo rentaba no menos de trescientos pesos mensuales. Añadió el abogado: «Imagine usted el disgusto de los propietarios». Preguntó entonces el Ministro a quiénes se refería, y la respuesta llegó rápida.
—Aparte de unos pocos inmuebles que pertenecen a una o a otra persona, el barrio tiene un solo propietario —dijo el abogado y se acercó al oído del Ministro, para pronunciar su nombre y que el escribidor, aunque lo sabe, no va a repetir por ahora.
Con el barrio clausurado, Marina, con sus muchachas, se instaló en la casa de las cúpulas que se halla a la salida del puente Almendares, a la izquierda, según se va del Vedado hacia Playa. De ahí la desalojaron las señoras del reparto Kohly, encabezadas por la esposa del abogado Dorta Duque, profesor de la Universidad Católica de Santo Tomás de Villanueva. Fue entonces que fabricó el Mambo Club, en el kilómetro tres de la carretera de Rancho Boyeros, un centro nocturno con prostíbulo incluido.
Con el tiempo, Colón volvió a abrir como zona de tolerancia. Marina conservaba su casa, pues nunca la abandonó del todo; había dejado en ella a un par de sirvientas con el encargo de cuidar y mantener la propiedad. Triunfó la Revolución; cambiaron los patrones sociales y el barrio entró en un declive indetenible, hasta que lo cerraron de verdad. Marina entonces encargó a su marido, mucho más joven que ella, que sacara de la casa la corona y la espada de oro de la imagen de Santa Bárbara, y otros objetos de valor. Salió de Cuba y se le perdió el rastro.
El doctor Alex Muñoz Alvarado, investigador del Centro de Lingüística Aplicada, de Santiago de Cuba, acude al escribidor en busca de ayuda. Investiga sobre el nombre de algunas instituciones y le urge saber si el nombre oficial de la principal heladería de La Habana es Coppelia y si ese nombre está ligado al del ballet homónimo. Escribe que en Santiago la heladería principal mostraba una bailarina de ballet clásico en el letrero de la entrada, por lo que la gente alude a la instalación llamándola Coppelia, cuando su nombre oficial es La Arboleda. Inquiere, por último, si la heladería de la capital mostraba una imagen similar a la de Santiago o algo que la relacionara con el ballet Coppelia. ¿De no ser así, expresa, con qué tiene que ver ese nombre?
Si alguien tiene respuestas para estas interrogantes, favor de comunicarse con este columnista.