Lecturas
El doctor Diego Artiles, médico especialista en Ortopedia y Traumatología, remite una interesante nota sobre el Hospital Ortopédico Docente Fructuoso Rodríguez. Sucede que esa importante casa de salud que se asoma a la Avenida de los Presidentes, frente al monumento al mayor general José Miguel Gómez, en La Habana, cumplió 70 años de fundada. Con el nombre de Instituto de Cirugía Ortopédica abrió sus puertas el 30 de junio de 1945 con el objetivo de luchar contra las secuelas de la poliomielitis y otras afecciones invalidantes o deformantes.
Los jóvenes cubanos de hoy, que son vacunados al nacer contra no pocas enfermedades, desconocen lo que es el terrible flagelo de la poliomielitis, cuya simple mención tanto angustiaba a nuestros padres y abuelos. Se trata de una enfermedad contagiosa provocada por un virus que se fija sobre los centros nerviosos, en particular sobre la médula espinal, provoca parálisis, y resulta mortal si ataca los músculos respiratorios. Se le llamó asimismo parálisis infantil, pero en verdad atacaba a personas de cualquier edad.
Escribe el doctor Artiles: «Durante el verano de 1934, la capital del país fue azotada por una epidemia de poliomielitis que sembró espanto, consternación y dolor en muchos hogares y que por la alta mortalidad que llevó aparejada, llenó de luto y desesperación a numerosas familias».
La enfermedad aparecía con mayor o menor fuerza todos los años y causaba mayores o menores estragos. A comienzos de la década de los 40, el Gobierno se hizo eco del justo clamor de las madres cubanas y creó, mediante el Decreto 3312, del 12 de noviembre de 1942, el «Patronato de la Prevención y Asistencia de la Poliomielitis y demás afecciones que produzcan deformidades e invalidez». Lo presidía un ortopédico eminente, el doctor Alberto Inclán Costa, y lo integraban, en calidad de vocales, figuras notabilísimas de la Medicina, como el clínico Luis Ortega Bolaño, y los pediatras Ángel Arturo Aballí y Clemente Inclán Costa, que con el tiempo asumiría el rectorado de la Universidad de La Habana, donde los estudiantes lo distinguirían con el título de «Rector Magnífico».
Consigna el doctor Diego Artiles en su nota que el mencionado decreto establecía que el Patronato acometería la construcción del proyectado Instituto de Cirugía Ortopédica con los fondos que aportaría el Estado por medio de subvenciones, contribuciones y auxilios, así como con el producto de rifas y sorteos organizados al efecto, y las donaciones y legados de la iniciativa privada.
El Patronato presidido por el doctor Alberto Inclán se reunió por primera vez el 20 de noviembre de 1942 en la sede del Consejo Nacional de Tuberculosis, en 31 y 76, Marianao. Los estatutos por los que regiría sus actos se dieron a conocer en la Gaceta Oficial del 5 de enero de 1943. Veinte días más tarde el Gobierno adjudicaba los terrenos necesarios para la edificación del Instituto. La Junta de Patronos había acordado que la construcción del edificio se llevase a cabo en zona urbanizada y cerca de otros hospitales, como el Calixto García, el Infantil y el Mercedes, a fin de que resultase fácilmente asequible a los enfermos. La obra se ejecutaría en terrenos que pertenecieron hasta entonces al Castillo del Príncipe, enclave de la Cárcel de La Habana.
No sin tribulaciones por insuficiencia de los fondos, falta de materiales idóneos y querellas legales se concluyó la obra. Ocupó un área de 7 208 metros cuadrados. Su costo fue de casi 750 000 pesos. Contaba, en el momento de su apertura, con numerosos servicios especializados y 94 camas de hospitalización.
Su primer director fue el doctor Raúl Rodríguez Gutiérrez. Un reducido grupo de especialistas conformó su cuerpo facultativo inicial, entre ellos los doctores Antonio Ponce de León, Francisco Tejera Lorenzo, Mario Stone y Julio César Caravia. Por la parte de enfermería debutaron Elsa Jiménez, Aida Amor y Rafaela Sánchez.
Con el triunfo de la Revolución, un grupo de estudiantes de la Universidad, por orden de la FEU, ocupa el hospital. Es por entonces que se le da el nombre de Fructuoso Rodríguez, en recuerdo del secretario general del Directorio Revolucionario asesinado, junto a otros tres jóvenes, en el edificio de Humboldt 7, el 20 de abril de 1957. El doctor Ponce de León asumió la dirección del centro y los doctores Machín y Pascau se desempeñaron como cirujanos generales.
Un ortopédico de gran prestigio, el doctor Julio Martínez Páez, es designado director del Fructuoso en 1962. Había tenido una participación destacada en la lucha clandestina contra Batista, y en junio de 1957 se hizo cargo, en la Sierra Maestra, de la dirección de los servicios de la Sanidad Militar del Ejército Rebelde. Aunque ya el Che, que también era médico, estaba desde el comienzo en la montaña, al comandante Martínez Páez se le considera el primer médico de la guerrilla. Triunfa la Revolución y es Ministro de Salubridad (Salud Pública). El importante cargo no lo hizo abandonar sus responsabilidades en el hospital Calixto García, donde se desempeñaba como especialista antes de irse a la Sierra, y siendo Ministro no dejó de acudir a su consulta ni transcurrió un día sin que pasara visita en su sala.
«El profesor doctor Martínez Páez dirigió la institución hasta el año 2000 y el hospital siguió siendo una prestigiosa escuela formadora de ortopédicos y traumatólogos, reconocida tanto por el Sistema Nacional de Salud como por la población en general. Falleció el 31 de marzo de ese año», afirma el doctor Artiles.
«A su muerte, ocupó el cargo el profesor doctor Francisco Blardoni Folá, que fue vicedirector facultativo y sustituto de Martínez Páez por más de 20 años», añade.
«El profesor Blardoni ha sabido mantener hasta la actualidad la tradición docente-asistencial del Fructuoso e incorporó nuevas técnicas e investigaciones científicas a fin de elevar cada día más los méritos del hospital, la calidad y la satisfacción por los servicios que allí se prestan».
Y puntualiza:
«A partir del año 2004 el Hospital Ortopédico Docente Fructuoso Rodríguez ha sido sometido a varios procesos de remodelación. Aumentó el número de sus camas, se buscó un mayor confort para el paciente hospitalizado y se le dotó de nuevas tecnologías que posibilitan una asistencia más eficaz y nuevas líneas de investigación».
El escribidor conoció personalmente al doctor Julio Martínez Páez en mayo de 1991 cuando, para la revista Cuba, lo entrevistó con motivo de la publicación de su libro Un médico en la Sierra, que apareció con el sello de la editorial Gente Nueva y prólogo del poeta Roberto Fernández Retamar. Un libro en que el médico devenido escritor se descubre como observador sagaz y muestra al lector una cara poco conocida de la lucha guerrillera en la montaña: la de la vida cotidiana de los combatientes. Recuerdos, impresiones y certeras valoraciones quedan plasmados en las anécdotas que recoge en sus páginas el primer médico que, como ya se dijo, se incorporó a las filas del Ejército Rebelde y alcanzó allí el grado de comandante.
Nació en Bolondrón, Matanzas, en 1908, y estudió Medicina no sin grandes esfuerzos. Era en La Habana un ortopédico muy prestigioso y bien remunerado cuando, con casi 50 años, se sumó a la guerrilla. Antes, desde comienzos del año 1957, se ocupaba de trasladar en su automóvil, una cuña Pontiac convertible, a Haydée Santamaría y Armando Hart, severamente buscados entonces por la policía batistiana, para llevarlos a donde fuera necesario, a menudo a su casa o a su consulta particular, en 19 y C, en el Vedado, donde se reunían con otros combatientes clandestinos. Si debía ir al hospital —prestaba servicios en la sala Gálvez del Calixto García—, el médico se mantenía todo el tiempo al tanto del teléfono por si la pareja requería de un nuevo traslado o solicitaba cualquier otro encargo.
Un día en que están reunidos varios combatientes, Haydée le pide un favor. «Recógeme un paquetico que me han dejado en la farmacia de L entre 21 y 23. Espera a que no haya clientes y entonces le dices a la farmacéutica que vas de mi parte a recoger el paquetico».
Llega Martínez Páez a la botica. Varios clientes aguardan ante el mostrador y él hace tiempo ante la vidriera de los perfumes. Dos veces se le acerca un dependiente que, solícito, le pregunta qué va a llevar. Responde el médico que algún perfume, pero que no sabe cuál, que le avisaría cuando lo decidiera. Queda vacío el establecimiento, logra Martínez Páez evadir al atento empleado, y dice a la boticaria que lo manda Haydée, que viene a lo del paquetico.
Los años pasaron, pero Martínez Páez no olvidó la sonrisa entre asombrada e irónica de la farmacéutica. ¿El paquetico? Sí, cómo no, ahora mismo se lo traigo, dijo y se perdió en la trastienda de la farmacia llevando aún en los ojos una chispa picaresca.
Recuerda Martínez Páez en su libro: «Cuando regresa, trae del brazo a una mujer alta, bella y elegante. Es esa mujer, precisamente, el paquetico que yo espero. Escondo mi sorpresa. Tomo del brazo a la muchacha y le devuelvo la irónica sonrisa a la farmacéutica. Ahora comprendo la mirada que me dirigió cuando yo le hablé de un paquetico.
«(…) Al llegar donde Haydée nos presentan. Ella es Aida Santamaría, la hermana de Haydée. Entonces no puedo contener una amable ironía que resulta una hilaridad:
«Haydée, tú me dijiste que te trajera un paquetico, y ¡por poco no me cabe en la cuña».
Fidel envía a Haydée una carta en la que le dice que en la Sierra Maestra se necesita un cirujano. Martínez Páez ve los cielos abiertos. Ese cirujano sería él.
Hace el viaje hacia el oriente del país. Lleva un mes en la Sierra y aún no ha topado con el Che. Una noche está ya en su hamaca. Hay en el campamento la orden de hablar en susurros, pero siente ahora un rumor inusitado. Es el Che, y Martínez Páez se apresura a conocerlo. «¡Qué bueno que llegaste! Espera, que te traigo un regalito». El médico no sale de su asombro. ¿Un regalito? Pues sí. Se trata de una pequeña caja donde el Che guarda su instrumental de cirujano. Dice: «Desde hoy dejo de ser médico para ser guerrillero. ¡Tú no sabes cómo ansiaba tu llegada!»
Un abrazo selló la amistad entre los dos hombres.