Los cubanos festejan el jonrón de José Dariel Abreu. Autor: Ricardo López Hevia Publicado: 21/09/2017 | 05:31 pm
Tokio.— Lloré y no me apena escribirlo. Lloré como lo hicieron los jugadores después del fatídico fly de sacrificio que les dejó tendidos sobre el campo de batalla; como algunos colegas que me acompañaron en esta desafortunada aventura; como muchísimos en nuestra Isla, estremecida en la mañana de este lunes con la noticia.
El equipo cubano se despidió del III Clásico Mundial de Béisbol sin cumplir el objetivo de viajar a la ciudad estadounidense de San Francisco, con membresía en el club de los cuatro «grandes». Tuvo a la selección de Holanda contra las cuerdas y no fue capaz de rematar en el momento oportuno.
Intenté disimular mis sollozos, pero no tuve la capacidad de José Dariel Abreu, quien visiblemente abatido por el desenlace, contestó con tanta seguridad como pudo a las preguntas de la prensa acreditada. Hasta que se le quebró la voz de tanta vergüenza y sufrimiento.
Me hubiese gustado en ese momento haber tenido el temple de Víctor Mesa, y su total valentía para pedir que no se buscaran culpables de lo sucedido sobre el diamante. «No hay nadie a quien señalar», dijo, y echó sobre sus hombros lo sucedido. Los informadores de todo el mundo presentes en el salón le reconocieron con aplausos.
Preferí alejarme para poner en orden mis ideas. Para tratar de convencerme de que lo vivido antes en el majestuoso Tokyo Dome no era más que una terrible pesadilla, y que de un momento a otro despertaría en la urbe del oeste de Estados Unidos, donde nos esperaba la gloria. Pero tampoco pude.
Me lo impidió el dolor de saber que la más aplastante realidad fulminaba un sueño tejido durante años, y arropado por una afición beisbolera que necesitaba un triunfo para levantar la autoestima tantas veces herida durante los últimos años. Era un tormento pensar en el destino de esta generación de talentosos jugadores, integrada por muchos que, lamentablemente, no tendrán oportunidad de revancha.
Sentí en ese momento que mi tristeza tomaba dimensiones extraordinarias.
Y mis lágrimas mojaron esta ciudad.