Lecturas
En el campamento de la Somanta recibió Carlos Manuel de Céspedes la notificación del acuerdo de la Cámara de Representantes que lo despojaba de la presidencia de la República. Se cuenta que el oficial que le llevó el aviso lo encontró ante una mesa tosca, ingiriendo su colación habitual, en un ambiente de total pobreza. Céspedes, que ya sabía del acuerdo de la Cámara, tomó el sobre y lo colocó junto a su plato. El mensajero, con respeto, lo instó entonces a que leyera el aviso; temía que sufriera algún percance si se imponía de su contenido después de la comida. Céspedes desatendió el pedido. Dijo: «Joven, siéntese a compartir mi mesa, y así podrá usted decir el día de mañana que almorzó con un Presidente. Si abro el sobre ahora, no será posible…».
En opinión de los historiadores Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo en su introducción a los escritos del Padre de la Patria, publicados en 1974, la deposición de Céspedes fue la antesala de su muerte. Dos días después de haberlo destituido, la Cámara lo privaba de sus ayudantes, su escolta y sus convoyeros, y lo conminaba a trasladarse a la residencia del nuevo gobierno mientras se hacían los trámites de traspaso de los archivos de la Presidencia y varias pertenencias oficiales. Estallaban de golpe los odios y rencores que sus enemigos disimularon mientras ocupó la presidencia. Como los adversarios vencidos en la antigua Roma, se vio obligado a seguir al Gobierno durante tres largos meses, sin dejarse humillar, sabiendo dar la respuesta oportuna a cada insolencia, a cada injuria.
El suplicio terminó el 27 de diciembre de 1873. Ese día, Céspedes recibió autorización para moverse libremente o mantenerse en la órbita del gobierno. Se decidió por lo primero. El ejecutivo se dirigiría a Camagüey; Céspedes lo haría hacia Cambute, donde pensaba esperar el pasaporte que le permitiría salir de la Isla. Su esposa, Ana de Quesada, y no pocos amigos se concertaban para sacarlo de Cuba. Un bote tripulado vendría a buscarlo para llevarlo a Jamaica. Pero el hombre del 10 de Octubre no quiso dar ese paso como un desertor, sino hacerlo con el beneplácito del Gobierno, que no podía, pensaba, negarle el permiso. Pero sí podía hacerlo. El 23 de febrero le comunicaban la negativa formalmente «porque el gobierno no cree conveniente en manera alguna, que sin causa poderosa y justificada salgan fuera de su territorio los que en él militan y le deben forzosamente sus servicios».
Antes, en la segunda quincena de enero, supieron los mambises que tropas españolas operaban cerca de Cambute, y el Presidente Viejo, como ya se le llamaba, resolvió trasladarse a San Lorenzo, en la prefectura de Guaninao, en la Sierra Maestra, refugio que le había recomendado su amigo, el brigadier José de Jesús Pérez. Allí llegaba en la noche del 23 con una comunicación para el prefecto del lugar. Decía: «Capitán Prefecto José Lacret Morlot: Va a esa Prefectura el ex Presidente de la República, ciudadano Carlos Manuel de Céspedes, en calidad de residenciado. Calixto García».
¿Residenciado? Lacret Morlot no sabía qué significaba esa palabra. Inquirió con el coronel Céspedes y Céspedes, hijo del Presidente que lo acompañaba, y no supo o no quiso decirlo. Fue el propio Céspedes, con la serenidad que lo caracterizaba, quien explicó: «Joven, esa comunicación quiere decir que no podré moverme del lugar que usted me señale sin expresa orden de usted». A lo que Lacret contestó: «Presidente, estoy más que nunca a sus órdenes».
Antes de proseguir, cabe preguntarse si fue legal o no la deposición de Céspedes aquel 27 de octubre de 1873, en Bijagual de Jiguaní. El enfrentamiento entre el Legislativo y el Ejecutivo venía desde mucho antes. Cuando en diciembre de 1869 la Cámara destituyó al mayor general Manuel de Quesada de su cargo de General en Jefe del Ejército Libertador, Céspedes, sin ocultar su disgusto por la medida, designó a su cuñado agente confidencial de Cuba en el exterior, con la misión de allegar recursos para la Revolución. Fue una forma de demostrar su desacuerdo con la Cámara. El Presidente tenía la facultad constitucional de nombrar ministros, embajadores, plenipotenciarios, cónsules y agentes en el exterior. El nombramiento del General en Jefe y su democión eran facultades de la Cámara de Representantes. El Presidente era asimismo un funcionario de nombramiento cameral.
Se dice que cuando Quesada, ya destituido como jefe del Ejército y en vísperas de su partida, fue a despedirse de Céspedes, lo instó a que asumiera la dictadura. Pero Céspedes, hombre de leyes, se negó a irse por encima de la Constitución vigente entonces en el campo insurrecto, que era la de Guáimaro. Quesada le advirtió: «Tenga entendido, ciudadano Presidente, que desde hoy mismo comenzarán los trabajos para la deposición de usted».
Tuvo razón Quesada, y la Cámara lo demostró con la creación del cargo de vicepresidente de la República y la designación de Francisco Vicente Aguilera para ocuparlo, en un intento de sustituir a Céspedes sin herir la sensibilidad de los insurrectos orientales, que sentían un hondo respeto por Aguilera. Por otra parte, la Cámara consultó a la Junta Republicana de Cuba y Puerto Rico, que concluyó que cesantear a Céspedes tendría una repercusión desfavorable en el exterior.
Las tensiones entre el Legislativo y el Gobierno aflojaron a lo largo de la segunda mitad de 1870 y el primer semestre del año siguiente. La Cámara carecía de apoyo militar para deponer a Céspedes. Moría «Moralitos», el implacable fiscal del Presidente, y Zambrana, otro de sus enconados adversarios, se amiga con Quesada, y lo expulsan del cuerpo. En Camagüey, centro del Poder Legislativo, la guerra se endurece y no hay lugar para asambleas y discursos. Sin sosiego para funcionar, la Cámara termina por declararse en receso luego de investir al Presidente de poderes extraordinarios. Pasan los diputados a Oriente y piden protección a Máximo Gómez. Asiste El Viejo a la entrevista que sostienen con el Presidente, y Gómez advierte al Gobierno de lo inconveniente que resulta que con el Ejecutivo se muevan 150 hombres «desmoralizados», que comprometen su seguridad. Recomienda que el Gobierno reduzca su personal a lo indispensable, a fin de poder atender con desahogo su subsistencia y seguridad, y moverse con la rapidez que exijan las circunstancias. Pide por último que todos los hombres útiles pasen al Ejército y que la Cámara recese, «pudiendo sus miembros retirarse a los puntos donde más le conviniera».
El 25 de septiembre de 1873 reanuda la Cámara sus funciones. Tiene ahora el incentivo de proceder a la destitución del Presidente. Lo acusarán de extralimitación de facultades, nepotismo, lentitud y obstrucción de las elecciones para cubrir vacantes de diputados y de algunos cargos más. El «Presidente Viejo» en una larga carta a su esposa, misiva que comienza el día 10 y termina el 23 de febrero, cuatro días antes de su caída en combate, apunta las que él considera las verdaderas causas de su democión: el nombramiento de Manuel de Quesada al frente de la Agencia Confidencial, el interés de la Cámara en inmiscuirse en los asuntos del Ejecutivo, la tentativa de convertir al Presidente de la República en un mayordomo de cada diputado, y, subraya Rafael Acosta de Arriba, la ambición de varios jefes mambises que no estaban conformes con sus territorios ni con sus atribuciones y que sabían de la resistencia del Presidente a contribuir a un nefasto caudillismo que ya había causado estragos en las repúblicas sudamericanas, una vez obtenida la independencia de España.
Con relación al grave suceso de Bijagual de Jiguaní, dice Enrique Collazo que se cubrieron las apariencias, «pero se echó al aire la semilla que sembrada por malas manos había de germinar más tarde en las Lagunas de Varona. La ambición, el descontento y los rencores personales se cubrieron con el respeto a la Ley».
Mientras tanto, ¿qué pensaba el Padre de la Patria? Le han arrebatado la presidencia, pero, dice Acosta de Arriba, «el vencido en la pugna de poderes no alzó su voz para reclamar, disentir o siquiera protestar». Escribe: «Es verdad que el acuerdo de la Cámara adolece de nulidad, pero no me toca a mí ventilar esa cuestión…». Y más adelante: «En esta coyuntura, ¿qué debía hacer yo? Obedecer a lo dispuesto por uno de los artículos de nuestra Constitución que faculta a la Cámara para deponer libremente al Presidente…». Recapitula Acosta de Arriba: «En fin, Céspedes sabía que un artículo de la Constitución de Guáimaro, el noveno, permitía su deposición por la Cámara cuando esta lo considerase, pero como jurista y constituyente que era, conocía también que el proceso no había sido tan simple y que había habido rejuegos, trampas y falacias leguleyas». Guarda silencio, sin embargo. «En cuanto a mi deposición —escribe—, he hecho lo que debía hacer. Me he inclinado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la historia».
La sesión de la Cámara en la que se destituyó al Presidente de la República en Armas se preparó de antemano, se ensayó como una obra de teatro. En días previos se había montado el espectáculo. Se practicaron los discursos, se dispuso quién hablaría primero y quién después, y se distribuyeron las acusaciones que cada cual haría al Presidente ausente.
Dieciséis diputados conformaban la Cámara de Representantes. El 27 de octubre de 1873, cuando se depone a Céspedes en la reunión de Bijagual de Jiguaní, eran, físicamente 13. El quórum mínimo permitido por el propio Parlamento era de nueve diputados. Nueve fueron los camerales que asistieron a la reunión de destitución. De ellos, solo ocho votaron. Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía, se abstuvo. Dijo o insinuó que no lo haría por «pudor», ya que al ser el presidente de la Cámara sería favorecido por la democión del Presidente. Ante la ausencia del vicepresidente Francisco Vicente Aguilera, Cisneros ocupó la presidencia con carácter interino. Aguilera nunca la desempeñó. Jamás volvió a Cuba. El hombre más rico de Oriente moriría en Estados Unidos en la mayor miseria.
La ausencia del Marqués privó a la Cámara de la legalidad de quórum. Los generales Calixto García y Modesto Díaz, a quienes Céspedes había requerido por el comportamiento inadecuado de sus tropas, apoyaron con sus hombres la democión del Presidente en el primer golpe de Estado que se registra en la historia de Cuba. Dice Rafael Acosta de Arriba: «La muerte de Ignacio Agramonte había dejado expedito el camino a la revuelta militar legitimada por la cobertura y la anuencia del órgano legislativo, o sea, por los representantes de la Constitución, sus “salvaguardas” y “garantes”».
En su retiro de la Sierra Maestra, el Padre de la Patria juega ajedrez y enseña a dos infantes a leer y a escribir, toma café en casa de unas vecinas y lleva amores con Panchita, cuya juvenil compañía le hace olvidar sus dolores y la lejanía de sus seres más queridos. Visitaba a esa muchacha con la que tendría un hijo que no llegó a conocer, cuando una niña del caserío avisó de la presencia española. ¿Hubo una delación o fue casualidad? ¿Seguían los españoles el rastro del «Presidente Viejo»? ¿Lo abandonaron a su suerte sus compatriotas? Curiosamente ese día, como si presintiese el final, se vistió con sus mejores ropas y, en su diario, pasó la cuenta a todos sus enemigos. Corrió Céspedes, revólver en mano, a ponerse a salvo y, herido de muerte, cayó por un barranco «como un sol de fuego que se hunde en el abismo». Su cadáver solo presentaba una herida de bala, a boca tocante, en la tetilla izquierda. ¿Suicidio, muerte en combate? Ya lo veremos el próximo domingo.