Muchas veces los hombres perdemos de vista que somos seres con límites físicos y emocionales, como las mujeres, y se impone recuperar esa noción de riesgo para reducir el precio de tan natural condición
Es preciso romperlo todo
para que los dogmas
se purifiquen y las normas tengan un nuevo temblor.
Federico García Lorca
Aunque no lo parezca, muchas veces los hombres perdemos de vista que somos seres con límites físicos y emocionales, como las mujeres, y se impone recuperar esa noción de riesgo para reducir el precio de tan natural condición.
Por eso usamos hoy el vocablo inglés mayday, derivado del francés m’aider (ayúdame), reconocido internacionalmente por la aviación y la marina para indicar (repetido tres veces en la radio) que la vida del emisor está en peligro inminente.
En 1992, un profesor de la Universidad de Missouri-Kansas, en Estados Unidos, propuso nombrar el 19 de noviembre como Día Internacional del Hombre (Man’s International Day), para crear una jornada con el Día Internacional del Niño, al que ya estaba dedicado el 20 del mismo mes. Esta iniciativa de Thomas Oaster fue apoyada en 1999 por Ingeborg Breines, directora del Programa Mujeres y Cultura de Paz, de la Unesco, quien la consideró una excelente idea para proporcionar un equilibrio entre ambos géneros.
Curiosamente, el 19 de noviembre fue adoptado también años después para celebrar el Día Internacional del Retrete, y en ocasiones coincide con el Día Mundial en Recuerdo a las Víctimas de Accidentes de Tránsito.
En todo el orbe (también Cuba) los hombres tenemos una esperanza de vida menor a la femenina en al menos tres años y nuestra salud se deteriora más rápidamente porque nos cuidamos menos, nos exigimos más y no acudimos a consulta médica mientras no estamos al límite de la situación.
En todos los países mueren más hombres como víctimas de accidentes laborales o del tránsito, en las guerras y por violencia callejera, drogas, enfermedades curables como el cáncer de próstata, el sida y un largo etcétera.
De cada cuatro muertes auto-infligidas en el mundo, tres corresponden a hombres: «Las mujeres lo intentan más y lo consiguen menos. Ellos lo intentan menos, pero con métodos más eficaces», explicó a JR el Doctor Luis Estruch, asesor del Minsap, con una vasta experiencia epidemiológica.
En países europeos, como Rusia, esa correlación de suicidios puede subir a seis hombres por mujer, y cuando se revisan las causas, casi siempre tienen que ver con la presión de sostener un hogar o un estatus social. Tal es el resultado de criarnos bajo un estricto código de caballería: decenas de estatutos de machismo enfermizo nos hacen vulnerables a epidemias y sucesos prevenibles, pero ignorar esos estereotipos es fatal ante la mirada de la sociedad patriarcal y vivimos eligiendo entre riesgos.
En su libro Cuerpos, poder y erotismo, el sicólogo y educador uruguayo Rubén Campero reflexiona: «Por tener que ser “el hombre”, este se ha quedado sin cuerpo, ha sido privado de la vivencia de ser y poseer una materialidad corporal, singular y particular, a la cual poder sentir, habitar, gozar y humanizar».
Uno de los primeros mandatos de género, y de paso uno de los más crueles, es que «los hombres no lloran», frase que escuché a mi mamá cuando a los cinco años me raspé manos y rodillas en una caída estrepitosa. El dolor inicial fue casi nada comparado con la cura a base de alcohol, y como no podía llorar, me lo pensé mejor antes de provocar otro accidente. Pero aprendí también a ser insensible a los dolores ajenos, ya que no podía manifestar los míos.
Otro precepto común es «si alguien te da, no te quedes dado», porque la violencia como recurso para imponer tus prioridades está implícita en la educación sexista, aunque no se mencione, lo cual nos enseña a verla como algo normal y, lo que es peor, necesaria para sobrevivir.
Bajo esa obligación de ser fuertes estamos destinados a proteger, proveer, trabajar sin descanso. El incumplimiento de esa exigencia nos hace débiles ante los ojos de la sociedad y disminuye gravemente nuestra esperada «hombría». Ni qué decir sobre los genitales del varón, incluso el neonato, destinados a satisfacer a varias dueñas, una inyección sicosocial de promiscuidad absurdamente justificada por el simple hecho de haber nacido «macho».
La lista sería larga. Los invito a cuestionársela a propósito de estos dos Días Internacionales, y no solo a mis congéneres, sino también a las mujeres, pues muchas madres y abuelas transmiten acríticamente esos «valores» estereotipados que luego se vuelven contra ellas.
Tomar conciencia de ello es el principio del camino para desmontar el patriarcado y su (i)lógica de estratificar a la humanidad para someterla a intereses mezquinos.
Estudiar estos esquemas e intentar no hacerme eco de ellos no me hace débil. Más bien me va haciendo más tolerante, comprensivo, cuidadoso, mejor ser humano, algo que la gente a mi alrededor agradece, en especial las mujeres, y también otros hombres menos hegemónicos y dispuestos a cambiar.