Año tras año, en cuanto asoma agosto en el calendario, pocos consiguen escapar de lo que se ha convertido ya en obligado comentario de ritual: ¡oiga, calor como el de ahora nunca hemos tenido! Y hasta con osadía digna de mejor causa, nos sentimos dispuestos a registrarlo en el libro Guinness de los récords, aunque las rigurosas estadísticas de los meteorólogos indiquen algo distinto y tal vez sorprendente.
Hace muy poco, durante una conversación telefónica, el doctor Jorge Pérez Ávila me hizo un planteamiento difícil al cabo de estar cerca de media hora comentándole mi valoración sobre su libro Sida: nuevas confesiones a un médico, de la Casa Editora Abril, recién salido de los talleres de impresión.
Tiene razón el lector que confesaba no saber cómo un periodista podría tomar vacaciones. Y en verdad yo, que ya amontono 40 años en este oficio de ayudar a construir la realidad sobre papel o cristales de computadoras, tampoco sé cómo desprenderme de la desazón de estar como si no me importara lo que sucede en el mundo y, sobre todo, en mi patria. Y al leer el discurso de Raúl, dejo la lectura de I promessi sposi, de Manzoni, y me siento a compartir mis reflexiones de cada viernes como si mi despedida temporal la pasada semana se aplazara para hoy.
Habrá quien piense que es historia antigua, y nada importante de lo que ocuparse, cuando Estados Unidos está más que endeudado, y demócratas y republicanos dejaron sin aliento a su país y a los dependientes del dólar en el mundo, en un forcejeo que ha tenido más que ver con proyecciones electorales que con la realidad de una economía gravemente herida, pero podría decirse que aquellos polvos contribuyeron también a estos lodos.
No hay nada más sabroso que el cubaneo, el expresarnos a nuestro antojo, el llamarnos «socio», «asere», o «socito» con un sentido cálido de aproximación, el ponernos como nos gusta ponernos a nosotros, el decirnos jocosamente hasta «botija verde» o, como si fuera poco, hasta «del mal que vamos a morir», me comenta con su estilo característico de hablar una vecina que rotula la mayoría de sus expresiones con un amplísimo repertorio de palabras y frases, cuyo uso viene siempre a ser lo más interesante.
Tengo delante de mí fotos quebradas y amarillas del año 1951. Y en la observación reposada de las imágenes, que describen multitudes conmovidas, me nace una pequeña golondrina de melancolía.
Era el domingo 24 de julio, al filo de las ocho de la mañana, cuando algunos viajeros confluyeron en la cafetería de la terminal de ómnibus ASTRO, en la bella ciudad de Camagüey.
Cada vez que se habla de solvencia casi siempre nos remitimos a esa deseable capacidad de cubrir con holgura lo que cuestan las necesidades y obligaciones perentorias de la vida material, saldar deudas sin demoras y de disponer de más para emprender nuevos proyectos, pasarla bien, y enfrentar cualquier eventualidad emergente, sin desfallecimiento de las arcas. Merecido se lo tienen quienes lo lograron por medios legítimos, social y legalmente irreprochables. Aunque infelizmente no siempre suele suceder así.
En un filme de aventuras, una vendedora ambulante voceaba un remedio contra todas las enfermedades. La sustancia, negruzca, estaba contenida en un frasco con rústica etiqueta. Quien lo compraba, ni pensaba por qué, si era tan «exitosa» la medicina, la mujer vestía tan pobremente y se gastaba sus propias cuerdas vocales promoviéndola.
Todavía hay quienes evocan con un sentido mítico sorprendente los orígenes de la cienfueguera laguna de Guanaroca, en cuyas abrillantadas y salobres aguas se dice que aún resplandece la Luna, la dulce Maroya, diosa de la noche, productora del rocío y benéfica guardiana del amor, como le llamaban a este astro los siboneyes que poblaron esta región del centro sur de la Isla hace más de cinco siglos.