Aunque no existen cifras estadísticas que lo confirmen, lo cierto es que muchos sufrimos en algún momento las consecuencias de errores que se cometen en oficinas públicas, respecto a los datos que aparecen consignados en determinados documentos de primera necesidad para cualquiera de nosotros.
La experiencia apunta a que no se trata de correrías de fin de año, desesperación individual o delirios temporales. Ni siquiera se puede aducir a casos aislados, a fin de cuentas sobran los ejemplos a lo largo del planeta. Vietnam, Iraq, Afganistán, Libia, Japón… La cadena de desmanes de soldados estadounidenses en el archipiélago asiático, apenas es un capítulo más de la ética de un ejército torcida en algún punto.
Sucede que uno piensa, en un determinado punto de la vida, que pocas cosas pueden sorprenderlo, pero enmudece cuando viene alguien y le cuenta sobre «los disparates» que están haciendo en cierta funeraria.
No sabe ahora qué hacer ni hacia dónde ir. Dice, con absoluta calma y sin nada que lo impaciente, que todas las puertas se le han cerrado, y, gozoso, juega con la cruda metáfora de que hasta por dentro le han puesto pestillos. En una incómoda oposición a la más simple casualidad, declara que ya no le quedan escenarios para el asomo, ni para el pedido.
El sistema político norteamericano es sumamente interesante en muchos aspectos. Es un régimen presidencialista en el cual hay una división de poderes claramente definidos. Existe un Congreso impopular que es el que hace las leyes, un Tribunal Supremo de Justicia que es el que interpreta la constitucionalidad de las mismas, y un Presidente ejecutivo quien es el responsable de implantarlas o, lo que es igual, existe el poder legislativo, el judicial y el poder ejecutivo.
El proverbio viene de lejos en el tiempo. Quién sabe en qué mercadillo se pronunció por primera vez, o cuál fue el primer tacaño de la Humanidad que lo motivó con su terquedad de bolsillos, para al final convencerse de que la baratura a ultranza puede ser el pase perfecto al atraco. A eso que hoy llamamos engaño al consumidor.
Los pobres no podemos ejercer la rigidez y el egoísmo. Tanto en ideas como en actos no dan de comer. Y por ello quien se planta en una carta sin siquiera intentar pedir otra para provocar la buena suerte, se arriesga a perder el juego. Hemos, pues, de precisar entre todos si somos o no somos pobres.
Era apenas un «retoño» en esta incomprendida profesión cuando miré por primera vez, con mil asombros, los espesos manglares de Los Cayuelos.
CARACAS.— Si alguien duda de la solidez, catadura democrática, eficacia de gobierno, firmeza de liderazgo en la República Bolivariana, este fin de semana debería servirles de lección.
Alguna vez, lo confieso, dudé. Creí que era inútil la ternura, que toda creación humana —y nuestras relaciones lo son, no importa su aparente firmeza— está condenada a colapsar un día. Nada es definitivo, recordé que afirmó David, uno de los protagonistas de En el cielo con diamantes, ese texto exquisito de Senel Paz.