Alguna vez, lo confieso, dudé. Creí que era inútil la ternura, que toda creación humana —y nuestras relaciones lo son, no importa su aparente firmeza— está condenada a colapsar un día. Nada es definitivo, recordé que afirmó David, uno de los protagonistas de En el cielo con diamantes, ese texto exquisito de Senel Paz.
Cómo reaccionar de otra manera, al pensar que con una sola frase, síntesis de la incapacidad para enfrentar las dificultades que surgen en cualquier vínculo —que no digo que sean pocas o pequeñas—, puede desaparecer como por encanto un mundo mágico que casi siempre toma meses, incluso años, construir; cual si se tratara de una versión tropical de La Cenicienta y nos sorprendiera la medianoche en medio de la fiesta de palacio. ¿No le ha ocurrido?
No podía borrar de la memoria La obra del artista, de Frei Betto, y su aseveración de que en el universo la solidez es solo ilusoria. Estaba a apenas un paso de creer que no importa lo que hagamos, la probabilidad real de superar cualquier crisis depende únicamente de un azar concurrente o de causas que escapan a nuestra comprensión, y me conmovió la fragilidad de lo que suponemos imperecedero.
En tales disquisiciones me extraviaba cuando evoqué a Martí: «Hay una palabra que da idea de toda la táctica de amor: rocío-goteo. —Que haya siempre una perla en la hoja verde: —Una palabra en el oído, una mirada meciente en nuestros ojos; —en nuestra frente, un beso húmedo».
Y entonces pude discernir con absoluta nitidez: como las habilidades de un oficio o profesión, como el cuerpo, así debe ejercitarse el alma. No basta con ser un dechado de virtudes, ni con sentir el amor y proclamarlo: hay que entrenarse en el difícil arte de convertir cada momento en una oportunidad para el gesto que llegue, para verternos como arroyo en el otro, llenar espacios, acortar distancias, acercar orillas…
Una infinita sucesión de pequeños detalles, de acciones mínimas —insignificantes en sí mismas, pero trascendentes en su sinergia— unen, tienden puentes, establecen lazos, crean una reserva para los momentos difíciles, refuerzan los cimientos, activan una suerte de sistema inmunológico que nos hace menos vulnerables a los efectos telúricos y muchas veces devastadores de los demonios que acechan al amor: los celos, la rutina, la impaciencia, el escepticismo, el pesimismo, el desánimo, el abandono…
El alma vive de darse, sentenció Martí, y este debe ser empeño cotidiano y no obra de la espontaneidad, por más que sentirse enamorado cause una predisposición favorable y allane el camino. Hay que dedicar tiempo a meditar en cómo hacer feliz a quien se ama. No creo que se mate de esta manera lo natural del sentimiento; a amar también se aprende, como a conocernos, igual que a echar rodilla en tierra para defender el «nosotros», «lo nuestro», «lo que hemos construido», y seguir tejiendo así el presente, estación obligada en un viaje que tiene por fin la realización de una utopía.
Solo es frágil lo que se deja a merced de la desidia, lo que no se cuida como hacía con su flor el Principito. No hay fuerza alguna que pueda destruir lo que día a día se robustece y perfecciona, a menos, claro está, que no sea auténtico o carezca de todas las posibilidades para transformarse en el sentido deseado.
Hoy no me quedan dudas. Definitivamente no es estéril la ternura cuando se expresa a través de la dedicación y la entrega, y de tal forma las distingue. Pruebe, lo invito a confirmarlo.