Un hombre revisa textos en distintos idiomas. Busca saber más de los suyos, o de quienes se le parecen, para ayudarlos a entenderse y liberarse. Luego conversa con unos, escribe a otros, hace un poema.
De niño, no sé aún qué misterio provocaba en mi desenfrenada fantasía aquella reproducción del José Martí pintado por Jorge Arche en 1943, que colgaba de una pared en el zaguán de mi casa en Jovellanos.
En la secundaria, allá por los 90, fuimos a nuestra primera marcha de las antorchas. Cada año, el 27 de enero lo esperábamos como cosa buena: íbamos solo con dos o tres profes —por lo cual teníamos algún nivel de independencia— y veíamos a muchachos de la Lenin, los Camilitos, ITM, deportistas…
Los seres humanos, al llegar al mundo, necesitamos de una relación con quienes comienzan a conducirnos por el camino de nuestro crecimiento y desarrollo. A diferencia de los animales, cuyos principales comportamientos vienen fijados en su equipo biológico, nosotros llegamos a ser persona en la medida en que vamos asimilando y construyendo —en nuestra subjetividad— los contenidos de la cultura material y espiritual propia del medio social en que transcurre nuestra vida, en una determinada época histórica.
Sumar manos con la convicción de que solo a través de la contribución colectiva de todos los habitantes de Artemisa se puede construir un futuro próspero y mejor, ha sido, por mucho tiempo, el impulso de este territorio que nació tejiendo historias de hombres valerosos. Pero llegar al aniversario 13 invitó a pensar los senderos y los olores que nos han traído hasta aquí.
A unos meses del 5 de noviembre cualquier persona sensata del mundo debiera estremecerse por lo que esta fecha puede deparar. Más de 230 millones de estadounidenses pudieran acudir a las urnas para elegir presidente y los dos casi seguros candidatos, el demócrata Joe Biden —si algún imponderable sale en su camino—, y el republicano Donald Trump —garantizado con la retirada del también ultra Ron DeSantis, porque la Nikki Haley, como el cometa homónimo, será de período corto—, son portadores de la inseguridad internacional.
Los seres humanos, al llegar al mundo, necesitamos de una relación con quienes comienzan a conducirnos por el camino de nuestro crecimiento y desarrollo. A diferencia de los animales, cuyos principales comportamientos vienen fijados en su equipo biológico, nosotros llegamos a ser persona, en la medida que vamos asimilando y construyendo —en nuestra subjetividad—, los contenidos de la cultura material y espiritual propia del medio social en que transcurre nuestra vida, en una determinada época histórica.
Las revoluciones y la verdad tienen una relación telúrica. Tanto es así, que el más encumbrado de los forjadores de la nuestra y uno de sus inspiradores más fecundos, José Martí, se vio precisado a marcarle su valor en nuestro altar moral.
Sus ojos mostraban vergüenza ajena. Bajaba la vista y abrazaba a su amigo, intentando que se calmara. Cada vez que de asiento cambiaron, lo tomaba del brazo y le instaba a quedarse tranquilo, sin molestar a los demás. Ambos muy jóvenes, pero aquel con un termo en la mano, del que emanaba el inconfundible olor a alcohol.
Dos niños atraviesan la hierba, crecida hasta sus muslos; suben la escalera metálica, despintada por doquier, y montan la única bicicleta aérea que ha sobrevivido en el parque, si pudiera llamársele así a ese lugar, nombrado algún día de «diversiones» o «pulmón verde de la ciudad».