Dos niños atraviesan la hierba, crecida hasta sus muslos; suben la escalera metálica, despintada por doquier, y montan la única bicicleta aérea que ha sobrevivido en el parque, si pudiera llamársele así a ese lugar, nombrado algún día de «diversiones» o «pulmón verde de la ciudad».
Comienzan a pedalear y mientras disfrutan la vuelta, su pequeño corcel de hierro no deja de lanzar chirridos, que parecen lamentos en medio de la desolación. La bicicleta cruje, rechina, se queja.
Mientras miro a los pequeños, completando su inocente circuito ciclístico, me empapa una ola de nostalgia. Pienso en mi época infantil, en la que el parque Granma, situado a las afueras de Bayamo, se llenaba de familias, de risas y colores, no solo en las bicicletas que casi chocaban entre sí.
Pienso en aquellos domingos en los que no nos cansábamos de retozar e ingerir refrescos y golosinas, pasando por disímiles kioscos, ahora cerrados, no precisamente por inventario o fumigación.
Eran otros tiempos, por supuesto. Había ponis, sillas voladoras, aviones, casa de los espejos, botes y otros equipos que, con el galope del tiempo, quedaron inutilizados; en realidad, convertidos en fantasmas. Pero, sobre todo, había alegrías, ilusiones, «ambiente», como se suele decir en Cuba.
No sé si, a la vuelta de tantos años y vaivenes económicos, pudiéramos algún día rescatar ese u otros parques que otrora fueron emblemas de sana diversión y hoy parecen monumentos al abandono o la desidia. Esto último lo escribo, entre otras cosas, por el chirrido del principio, que nos alerta sobre cómo puede llegar a convertirse en «normal» una tremenda anomalía.
¿Será que la única opción aérea del parque está en modo estridencia-falta de grasa por culpa de factores externos? ¿Resultará muy difícil desbrozar la hierba alta o llevar opciones gastronómicas, aunque sean de las famosas formas no estatales? ¿Representará un imposible concretar una mínima oferta cultural en una área tan extensa? Así me preguntaba después de ver las escenas de ese domingo mustio y desgarrador.
Creo, humilde y sinceramente, que es lacerante para el alma ver la soledad donde antes hubo bullicio y muchedumbre; que no deberíamos acostumbrarnos a aceptar las tristezas por más razones «macro» que se esgriman.
«Si esto lo tuviera un particular... », decía uno de los pocos clientes que asistieron al pulmón verde bayamés ese día. No afirmo que ese deba ser el camino, pero mientras lo escuchaba me trasportaba a las vivencias de ciertos festejos populares, en los cuales un solo hombre era capaz de atender varios aparatos propios, que no padecían orfandad ni falta de mantenimiento.
Valdría remarcar ahora mismo que la soledad, el abandono o la tristeza son también distorsiones, torceduras, dislocaciones, probablemente más serias y agudas que otras de corte técnico o academicista. Y que deberíamos luchar con todas las variantes posibles por eliminarlas de nuestras vidas.