De niño, no sé aún qué misterio provocaba en mi desenfrenada fantasía aquella reproducción del José Martí pintado por Jorge Arche en 1943, que colgaba de una pared en el zaguán de mi casa en Jovellanos.
Era la perpetua ofrenda al Apóstol de mi padre, un maestro prendido de aquella luz del decoro y la entrega sin límites, en medio de tantas sombras y sangrientas turbulencias del batistato.
Cuando aún no me había sentado en un pupitre escolar, papi ya me confesaba que aquel hombre de ojos tristes era su gran amigo y el de todos los cubanos, en especial de los niños. Que estaba vivo en la memoria del pueblo. Y yo lo imaginaba caminando por las calles de Jovellanos, abrazando a cada quien hasta el cansancio. Papi me aseguraba también que Martí tenía mucho que enseñarme cuando yo creciera y fuera a la escuela. Y yo soñaba con que fuera mi maestro.
A veces, en la soledad que siempre me permitían mis padres —con el tiempo confirmé que era el recurso para que pensara y sintiera por mí mismo—, me inquietaba del cuadro de Arche la mirada lánguida y firme que, desde una sierra, se perdía en lontananza, obsesionada por algo inescrutable. Me paraba frente a él, a ver si bajaba la vista y me descubría. Me situaba a la derecha y a la izquierda. Y nada lo separaba de aquel punto fijo en el horizonte que le obsesionaba.
Con los años, las clases y lecturas, con la vida y sus dilemas, Martí fue convirtiéndose en la compañía más fiel de mis angustias y esperanzas; en una suerte de espectro consejero, que me ayuda a vivir, y a distinguir por encima de penas y divertimentos, de días gastados unos tras otros, el sentido de la existencia solo cuando llegas a prodigarte a los demás.
De la vasta iconografía del prócer poeta, tanto en fotos como en óleos evocadores y siempre con los ojos anhelantes y en trance de grandezas, sigo prefiriendo el Martí que nos recreó Jorge Arche, como si el Inmenso se le hubiera aparecido al pintor desde la gloria eterna, y le hubiera revelado su sino.
Esa imagen hay que contemplarla en éxtasis. No sé a ciencia cierta qué enigma se empoza en su mirada honda desde la Sierra de los pobres, oteando el futuro, y acariciando la humanidad desde la Patria. El detalle de una mano sobre ese corazón sufriente, así como le brotan los versos, y la otra mano intentando salirse del marco del cuadro. La mano franca que quiere conducirte por la difícil redención de la estrella, nunca por la mansa conformidad del yugo.
No puedo explicar la rara sensación que me provoca el Martí de Jorge Arche, por más veces que lo contemple. Me parece que de súbito va a hablarme, a decirme cosas sagradas y entrañables. Pero sigue ahí para siempre, con la vista remota en un punto fijo, cual amorosa predestinación de su vida.