Vivimos uno de los momentos más complejos en las últimas décadas de la Revolución. Cualquier análisis sobre lo sucedido el 11 de julio y los días más recientes debe incluir análisis profundos de diferentes factores, más allá de lo aparente.
Las acciones lanzadas contra la Revolución Cubana el domingo 11 de julio, orientadas desde Estados Unidos por elementos de la derecha cubanoamericana para tratar de desestabilizar el país y propagar en los medios hegemónicos de comunicación el supuesto Estado fallido existente en Cuba, en vez de alcanzar ese objetivo, contrariamente sirvió para que el mundo conociera la verdadera realidad que se vive en esta Isla del Caribe que es un ejemplo de libertad, soberanía y de solidaridad para otros pueblos.
Más noticias falsas y manipulaciones unidas a shows movilizativos siguen echando leña al fuego contra Cuba para sustentar que Estados Unidos, la OTAN, la ONU y la OEA deben intervenir y desintegrar la Revolución, aunque sería mucho más, aniquilarían una nación independiente y soberana.
De la triste jornada del 11 de julio, con encontrados sentimientos y reflexiones, voy al directo, sin merodeos: los desórdenes están enmarcados y calorizados en la escalada agresiva del Gobierno estadounidense y la derecha recalcitrante. El fin es el de siempre, con diversos matices: derrocar la Revolución. Ya los acorazados son mediáticos, no llegan por el Estrecho de la Florida (pero no los descartemos). Se apela a la implosión.
Como parte del dominio imperial, el uso de la cultura se ha caracterizado, en todas sus fases, por privar a «los condenados de la Tierra» del conocimiento de la historia, fuente nutricia de lo que somos y de nuestros valores sustantivos, de nuestra razón de ser y de lo que habremos de defender.
Somos, esencialmente, pacíficos, aunque nos hierva en vena la sangre de nuestros indígenas, de nuestros mambises, de nuestros rebeldes, ante la injusticia. Pero esa sangre caliente —que no debe correr, por cierto— debería servir para solucionar, nunca para meterle «más presión a la caldera».
Ni las manos puestas en la cabeza ni el rostro agriado son capaces de reflejar la sorpresa ante expresiones escuchadas hace unos días, como que la tormenta Elsa fue solo mucha bulla y no resultó tan peligrosa como la pintaron hasta la saciedad.
Era solo una adolescente cuando aquellas imágenes de La casa de los espíritus me estremecieron. Nunca más las borré. Las anclé bien adentro en mi ser. El filme recreaba cómo durante el golpe de Estado en Chile, el 11 de septiembre de 1973, los asaltantes destilaban en sus rostros y voces una gran carga de odio, rabia, ensañamiento, rencor, desprecio, roña…
Ciertas casualidades ocurren por algo, como si quisieran resaltar la grandeza de días inconfundibles, de momentos trascendentes o distinguir a quienes han construido su propia historia y defendido la de su pueblo. Hay coincidencias «misteriosas» que enaltecen el alma y enlazan acontecimientos que no merecen separarse, como las que han sucedido en Cuba, sobre todo, un domingo.
«El odio no construye», dijo el más honorable de todos nosotros: José Martí. Al cubano, como a sus próceres, siempre lo han guiado grandes sentimientos de amor. Lo sucedido este domingo en Cuba es una muestra del tósigo que embarga a quienes no les sirve la vía pacífica y el diálogo para dar curso a sus preocupaciones. A quienes para dirimirlas prefieren la violencia.