Si alguien les hubiese dicho a los estrictos, a los disciplinados, a los conscientes, a los sacrificados…, que cinco meses después del confinamiento casi total, las cifras de los contagios serían más alarmantes que al inicio, no lo hubieran creído.
Cuando se reportaron en el país cero casos en una jornada, aquellos que en La Habana cumplieron a cabalidad —y aún cumplen— con las medidas de aislamiento, o quienes se empeñaron en «domar al virus» desde cada una de sus posiciones, vieron más cercana la retribución a su sacrificio, porque ni siquiera cuando la capital vivió la vorágine de la Fase I, se atrevieron a cejar en el empeño de cuidarse y de cuidar a los demás. Pero se equivocaron.
Hoy creen que es injusto que todavía los necios desanden las calles nasobucos al cuello, apiñándose en las colas sin distanciamiento alguno y caminando despreocupados por los barrios porque, a pesar de los números, para ellos la vida sigue igual. Y sí, es injusto que mientras unos se cuidan, a pesar de que ni recuerdan la última vez que caminaron al aire libre sin el temor del contagio, otros desprecien el riesgo haciendo de la calle su hábitat cotidiano.
Parece que no hay miedo y, si lo hay, no es suficiente para paralizar a los incautos. Es posible que las bajas cifras de fallecidos en comparación con otros países, los tratamientos gratuitos y esmerados a quienes han resultado positivos a la COVID-19, el control de focos y los centros de aislamiento listos para todo el que lo necesite, y hasta el reciente candidato vacunal cubano que multiplica las esperanzas, han creado una suerte de confianza y hasta de «heroísmo trastornado» en cuantos se exponen —y exponiéndose nos exponen— a ese virus que, recuérdelo bien, no es un catarro común.
La capital, al menos desde mis puntos de observación, las fotografías que me llegan a través de las redes y los testimonios de quienes salen a trabajar, vive una «normalidad ilegal» que contrasta con esa cotidianidad en la que se desenvuelven otras provincias y donde, incluso así, las personas optan en mayoría por usar mascarillas, sin detenerse en el detalle de que la Fase III les otorga el privilegio de ponérselas solo en sitios donde existen aglomeraciones.
En Camagüey, en Holguín, en Las Tunas…, por solo citar algunos ejemplos conocidos, mucha gente va y viene por las calles y los corredores con sus nasobucos bien puestos, sin que nadie les recuerde que usarlos forma parte de la autoprotección, sin que haga falta que alguien les aclare que la salud individual es, ante todo, responsabilidad individual.
Sin embargo, debo subrayar, para hacer honor a la verdad, que allí donde reina la Fase III han regresado los abrazos y los besos, como si las mascarillas otorgaran inmunidad o como si los cubanos no supiéramos mostrar afecto más allá del contacto físico. Allí también se comparte el mismo vaso de ron en una fiestecita familiar y la botella pasa de mano en mano, como si el peligro real existiera solo en las provincias occidentales. No hay que olvidar que el riesgo del contagio está justo donde existe la confianza extrema, y que hace falta apenas un enfermo para contagiar a una comunidad.
En un país donde una región observa con preocupación a otra, y donde cada día los nuevos casos confirman que esto —así como vamos— todavía no se acaba, no es raro que donde no se reportan contagiados se mire con recelo al que llega de occidente, sobre todo desde La Habana. No los culpo. Entiendo perfectamente lógico que alguien sienta temor de acercarse a quien provenga del epicentro de la pandemia y donde, por demás, el desorden colectivo forma parte del motor que impulsa la cadena de contagios. Nada tiene que ver esa desconfianza con generalizaciones malsanas o actos que algunos califican como xenófobos o regionalistas (eso es material para otro análisis). Lo que sí me resulta difícil de entender es que, a simple vista, la disciplina no sea directamente proporcional con la complejidad de la situación. Así andamos, todavía poniendo a prueba nuestra capacidad de aprender de los errores en esta carrera por la vida que nos ha impuesto el 2020.