En mi infancia y en mi primera juventud jugué algo de ajedrez. Debo confesar que me fascinaba, ante todo, el diseño perfecto de cada una de las piezas, la elegancia del alfil, la compacta solidez de las torres, el movimiento gracioso de los caballos, la exacta proporción de los peoncillos. Luego, al conocer más de cerca los secretos del juego, fui comprendiendo su vecindad al arte militar y, aún más, descubrí en la forma y el orden de las piezas el reflejo de una sociedad, sin dudas jerárquica, pero provista también de singular complejidad, interdependencia de factores y dinámica interna.
Bien nombrado juego-ciencia, su práctica entrena para el ejercicio del pensar una realidad donde los fenómenos obedecen siempre a causas multifactoriales. Táctica y estrategia se entrelazan. Lo pequeño tiene peso decisivo en los pasos que conducen al propósito último: el triunfo final con el jaque mate.
Una singularidad sorprendente se manifiesta en la sociedad representada en el casillero del ajedrez. Atrincherada al fondo del tablero, una vez caídas las primeras barreras, la dama dispone, con su libertad de movimientos, de una extraordinaria capacidad defensiva. A su lado, el rey, cuasi inmóvil, destinado a andar pasito a pasito, parece agarrarse de las faldas de su acompañante, audaz matriarca, como si fuera el último heredero de una familia decadente: Carlos II de España —el «hechizado»—, por ejemplo. Todos, sin embargo, están subordinados a una fuerza mayor que, desde el exterior, conduce y manipula las piezas, condiciona la derrota o el jaque mate.
Sentados uno frente al otro, los adversarios se conocen bien. Dominan la historia del juego y acuden al repertorio de los grandes maestros, desde Larsen y Capablanca hasta los más recientes campeones. Largas horas de estudio han precedido cada confrontación. La gran dificultad estriba en innovar siguiendo caminos tantas veces transitados, cuando el margen de improvisación resulta muy estrecho. La concentración tiene que ser máxima, a fin de sacar partido de cualquier error del adversario.
Hay reglas de oro que no pueden transgredirse.
En contraposición con lo usual en otros juegos de mesa, para el ajedrez el triunfo posible depende menos del número de piezas en manos de cada contrincante que de la cualidad y la posición de cada una en el tablero. La pugna entre los adversarios se establece sobre la base del estrecho maridaje entre estrategia y táctica. Sin perder de vista el propósito final, los ajustes del diseño inicial responden a los movimientos previsibles o inesperados del oponente. Desde la altura de su mirada, el manipulador observa el conjunto del panorama en su integralidad, atento a la movida presente y sus consecuencias futuras. Ningún detalle puede subestimarse. El modesto y achaparrado peoncillo, infantería y tropa de choque, víctima de las primeras barridas, tiene su peso específico.
Heredero de una antiquísima tradición trasladada de Oriente a Occidente junto a otras milenarias contribuciones al pensar y hacer incorporado a lo que somos, el ajedrez mantiene incólume su identidad esencial. Muchos son los practicantes y pocos los campeones. Como en otros deportes, las figuras cimeras reciben la publicidad correspondiente a sus méritos, entre los que descuellan el talento y la tenacidad. Al igual que en otras prácticas, la focalización concentrada en logros espectaculares no contradice la imperiosa necesidad de cuidar su bienestar físico. Menos vinculado al satisfactorio desarrollo corporal, el ajedrez entrena en el ejercicio del pensar.
Desde esta perspectiva, desempeña un papel complementario de las disciplinas formativas imprescindibles como la matemática, la historia, la lengua materna y la literatura. Incorporadas todas ellas a los programas escolares, su función específica no puede menoscabarse con el empleo de métodos involuntariamente dirigidos al memorismo y la rutina. Conforman un saber y un entrenamiento mental que acompañan a cada cual a lo largo de su existencia toda. Son herramientas para comprender la realidad mediante el análisis de los distintos factores que intervienen en ella y encontrar una brújula orientadora en circunstancias difíciles e inesperadas.
La vida nos somete a cambios previsibles. Un antiquísimo enigma, al descifrarse, revelaba que el ser humano comienza por andar en cuatro pies, asume luego la posición bípeda y termina apelando a un tercero: el bastón que sostiene nuestra edad venerable. De igual modo, empieza por depender en todo del auxilio de sus mayores, adquiere poco a poco creciente autonomía y, al cabo, se convierte en sostén de sus padres.
El proceso natural no opera, sin embargo, en el vacío. Gregarios por necesidad, vamos construyendo sociedades cada vez más complejas e interrelacionadas. En la actualidad, los acontecimientos más distantes repercuten en nuestro entorno inmediato. Hay que utilizar lentes bifocales para observar, al mismo tiempo, lo más cercano y lo más remoto, para reconocer las fuerzas en pugna y descubrir el rostro y las intenciones del adversario, para tomar en cada caso la decisión adecuada para el bienestar propio y el común, ambos inseparables, aunque muchas veces no nos resulta evidente, porque para navegar en aguas turbulentas, los remeros tienen que actuar al mismo ritmo y en la misma dirección.
La guerra contemporánea ha dejado de librarse según las reglas del ajedrez. Pero, en la disposición de las piezas sobre el tablero puede reconocerse todavía una representación simbólica de la sociedad. La tensión entre estrategia y táctica se manifiesta en el modo de conducir la vida personal y como modelo de prácticas de dirección de un colectivo. A lo largo de la vida, cada quien va definiendo su horizonte de posibilidades. Con esa visión, proyecta sucesivos eslabones de su desarrollo. En un círculo más amplio, al frente de un equipo, el diseño se vuelve más complejo. Implica definir funciones para los peones y los alfiles, prever obstáculos probables, calcular las movidas de un adversario posible, conocer las realidades del terreno, conciliar los conceptos generales con la práctica concreta y llevar a cabo el conjunto de acciones teniendo en cuenta los reclamos de la inmediatez con el propósito final.
En la vida real, diferente de la proyección escénica, hay que evitar la masacre de los contendientes y, sobre todo, tener en cuenta que el futuro no concluye en el jaque mate. Sigue en el relevo necesario, en la continuidad de un universo que nos sobrepasa, en el andar apacible por anchas avenidas, en las mañanas claras y en la noche tormentosa, por caminos tortuosos entre cumbres y derriscos.