Entre los entuertos que aún entorpecen las relaciones interempresariales y originan un sinnúmero de insatisfacciones e incongruencias, se encuentra esa inclinación de no pocas entidades a potenciar los ingresos por encima de las necesidades de los clientes.
En un comentario anterior refería los daños que inflige la tendencia a creer que un mayor número de papeles y trámites suponen un mejor control. A esos perjuicios habría que sumar los que genera otro obstáculo, esas limitaciones apreciables en aquellas unidades estatales que le comercializan a otras entidades del Estado insumos y piezas de repuesto de todo tipo. Son las llamadas aseguradoras, cuyos mecanismos de comercialización indican lo que en buen cubano se llama «tener el pez en el jamo»: como estás obligado a venir a mí, entonces tienes que hacer las cosas como yo digo. De lo contrario —así dicen las víctimas— hay que inventarla...
A unos motores pertenecientes a cierta empresa estatal se le averiaron recientemente algunas piezas, entre ellas la camisa de un pistón, la cual sufrió una rajadura. Procurando ese aditamento en específico se movió cielo y tierra y se recorrieron varias provincias.
Al final, la empresa encontró la misma respuesta: Sí, la camisa estaba pero debían adquirirla como parte de un «kit». O para ser más exactos: había que comprar un motor nuevo, desarmado, para luego sacarle la pieza anhelada. Costo de la inversión: 2 000 CUC. Por supuesto, la angustia aumentó. ¿2 000 CUC por una camisa de pistón? «¡Mi reino por una pieza!», hubiera exclamado Ricardo III, rey de Inglaterra, en el drama donde William Shakespeare lo inmortalizó.
En medio de la desesperación, los clientes decían que era ilógico. ¿Cómo debía gastarse tanto por algo que no podía ser tan caro? ¿De qué manera ponían a funcionar un vehículo vinculado directamente al control de la producción? La situación parecía una combinación extrema del realismo mágico de Juan Rulfo y Gabriel García Márquez con lo real maravilloso de Alejo Carpentier. Y ese sentimiento se acentuó cuando los clientes preguntaron si las camisas de pistón llegaban en otro momento. Cuando suplicaban casi una esperanza, la respuesta fue tajante: «No, es difícil. La mejor opción es comprar el kit».
Luego siguieron los argumentos sobre las venerables ventajas de comprar el motor en piezas, pero a la larga se evidenció una realidad. Dos entidades, pertenecientes al mismo Estado, con los mismos fines ante el pueblo, y una lucraba a costa de las necesidades de la otra, con el riesgo adicional de poner en tensión sus finanzas. Apareció entonces la pregunta antológica: ¿Qué hacer? La solución llegó «por la izquierda». Un particular suministró la pieza (no un cuentapropista, porque ellos tampoco la tenían), colocándose la empresa en las arenas movedizas de la corrupción, una práctica inaceptable por los riesgos que entraña para la salud moral de la sociedad, además de para los estados financieros.
Es obvio que a esa entidad suministradora —como tantas en el país— la motiva el enfoque de obtener ventas al menor costo. Solo que ese principio, por sí solo, no garantiza eficiencia y calidad, ni asegura una repetición de los clientes y, con ellos, de los ingresos. Si vende aquellos pequeños aditamentos y actúa con mejor conocimiento de las necesidades de sus clientes, dicha entidad también puede incrementar otro capital, el de la confianza.
Todo ello, sin dudas, obligaría a un mayor trabajo, aunque también estimularía la transparencia. Porque resulta ilógico, cuando el país desarrolla cambios necesarios, que desde las propias relaciones entre entidades del Estado se dejen de cubrir necesidades y se abran espacios a «soluciones» que pueden llevar a las puertas de la ilegalidad o, cuando menos, a que se ponga en entredicho la integridad de otros compañeros, algo ante lo cual no se puede permanecer impávido.
Por eso, ahora que se busca aumentar la autonomía en las empresas, sería pertinente recordar que esos grados de libertad deben de ir acompañados de una mejor atención a los clientes. No se debe olvidar que esa libertad, imprescindible para el mejor funcionamiento de la economía, ha de acompañarse de mecanismos que aseguren un servicio de excelencia y hagan valer el precepto guevariano de que la calidad real en el socialismo es, sencilla y llanamente, el verdadero respeto al pueblo.