Hace más de 50 años que vivo fuera de Cuba y aunque desde los últimos 20 he estado yendo allá con cierta frecuencia, nunca me he pasado más de diez días seguidos. No he pensado seriamente en volver en forma definitiva y no lo he hecho por la sencilla razón de que aquí viven mis hijas y mis nietos, y si una vez, por cosas de la vida, puse un mar entre mis padres y yo, no estaría dispuesto a hacer lo mismo con mis hijas, con las cuales tengo una relación mucho más apegada a la que con mis padres tuve.
De todas formas, aunque un día salí de Cuba, nunca Cuba salió de mí. Siempre he llevado el amor a aquella tierra muy adentro, sin que importe, en lo más mínimo, los lugares donde he residido. Por mucho que pueda querer a Estados Unidos, nunca lo llegaré a querer como he querido, quiero y querré al país donde nací. Este es el lugar donde he residido toda mi vida adulta, pero Cuba es mi patria, donde nací y me crié y donde nacieron, se criaron y vivieron todas sus vidas mis padres, mis hermanos y mis abuelos.
Esas son las razones por las cuales nunca le he deseado nada malo a mi pueblo y siempre me he alegrado de sus triunfos y sus victorias. La bandera de Cuba, ondeada en eventos deportivos internacionales, siempre ha sido para mí motivo de orgullo, y oír el Himno Nacional en los mismos más de una vez me ha hecho brotar alguna que otra lágrima traviesa por encima de las mejillas.
Desde hace ya varios años tengo instalada en mi casa una antena parabólica con la cual capto el satélite que me da la oportunidad de ver los canales de la Televisión Cubana. La realidad cubana se me ha acercado por medio de la tecnología moderna, sin tener que depender de las torcidas interpretaciones que aquí hacen los anticubanos que controlan los medios televisivos locales. Las imágenes que ven los cubanos en la Isla son las mismas que yo veo en Miami.
Y como son las mismas imágenes, pude ver y disfrutar en vivo y en directo los juegos de play off de la Serie Nacional de Béisbol. Al haber nacido en la antigua provincia de Las Villas, los disfruté doblemente ya que tres de los equipos que participaron en los play off eran parte de ese territorio antes de que este se multiplicara, y aún más disfrute he tenido ya que Báez —el pueblo de donde vengo y al que a cada rato voy— pertenece a la provincia de Villa Clara y esta fue la que se llevó la corona.
Mientras se estaban llevando a cabo los play off, en Estados Unidos se dirimía la final de la Liga Nacional de Baloncesto, en la que el equipo local, los Miami Heat, estaba participando. Mientras mi familia cubano-miamense saltaba de emoción viendo a sus jugadores preferidos metiendo canasta tras canasta, hasta llegar al juego definitorio de la competencia por el título nacional de baloncesto, yo también estaba —a pesar de no ser un fanático por antonomasia— dando saltos de alegría cada vez que el equipo de mi provincia daba un batazo tras otro.
Las acertadas jugadas de LeBron James, posiblemente el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos, hacían saltar de sus asientos a los míos, pero estoy seguro que nunca llegaron a sentir lo que yo sentí cuando, con las bases llenas, Ariel Pestano —quizá el mejor catcher que ha tenido la pelota cubana en la historia— sacó un cuadrangular que le dio el toque final al partido y envió a los valiosos y admirados jugadores matanceros a disfrutar los hermosos paisajes de su provincia, y a mis villaclareños a las calles a proclamar eufóricos el triunfo de su equipo.
Son dos eventos deportivos, tan valioso el uno como el otro, pero tienen una gran diferencia, muy importante para mí. En el de allá, en mi Cuba, cualquier ciudadano puede ir al estadio y sentir la emoción de ver un juego en vivo. Aquí, solo una élite tiene los recursos necesarios para adquirir la casi impagable entrada al mismo y admirar de cerca, emocionadamente, tan grandioso espectáculo.
Aquí, hace unas horas, hubo un desfile por varias calles de la ciudad para que los fanáticos —léase la plebe— vieran desde las barreras y a la distancia a sus ídolos deportistas; y al final del mismo, una ceremonia privada en la Arena —léase coliseo— para que los ricos y multimillonarios —o sea, los nuevos ciudadanos romanos— compartieran y conversaran con los gladiadores.
Ahora yo, siguiendo a nuestro Apóstol, digo que «el arroyo de la sierra me complace más que el mar».
*Periodista cubano radicado en Miami