De pronto, una nube humana abandona la terminal. Se dirige presurosa, doblando esquinas y semáforos, hacia el lugar del crimen; mejor dicho: del camión.
Entonces se concreta el arreglo lejos de cuños y firmas, con el bolsillo como testigo. Con autoridad, desde su trono, el «machacante» (cobrador) ordena subir «sin molote» a los recién llegados, quienes por el futuro viaje abonarán una tarifa caníbal, pero que a fin de cuentas les resolverá el problema.
Así ocurre, de vez en vez, en las etapas pico: ciertos conductores de camiones privados y no privados acuden a la estrategia de cargar por «fuera» y al «espérenme allá» para engordar mejor sus arcas y apachurrar a sus queridos pasajeros.
Cualquiera, polémicamente, pudiera esgrimir que ante la escasez de variantes de transporte son estos pilotos los salvadores o una suerte de entes imprescindibles al viajero. Y acaso no se pueda discutir tal argumento, aunque habría que darle algunos brochazos a esa tesis, empezando por subrayar que en esa operación furtiva hay una voluntad expresa de saltar a garrocha acuerdos preestablecidos y disposiciones legales. Eso, sin contar la evasión intencional del fisco. Además, ¿por qué otros sí van por la «canalita»?
Sin embargo, más allá de la discusión sobre lo que pueda inflarse o no un bolsillo y de la violación de contravenciones, está el lado humano, aquel que a veces se nos vuelve rocío invisible cuando debatimos sobre un tema tan espinoso como este.
Hace ya diez años JR publicó la breve historia de un «machacante» que, en el afán de cobrarle un tramo a un viajero a sobreprecio, hizo detener al porteador privado bajo la lluvia, y gritó ante la negación del pasajero: «O me pagas lo que te digo, o te bajas y te mojas». Luego remató: «Quéjate donde tú quieras».
Esa actitud no es un eslabón aislado. Varios hay que, en los días duros, acuden al «o lo coges o te chivas». De esta manera empieza a armarse una filosofía de señorío y feudo.
En las necesidades perentorias de la Cuba de hoy, existe un caldo de cultivo para sanguijuelas o chantajistas, que ejercitan su fuerza a la vista de todos y viven «el pedacito», como dice la frase popular. He ahí, tal vez, el meollo de todo.
¿No hemos vivido más de una vez el episodio del tipo-rey que dice a viva voz: «Apriétense ahí, que caben 20 y hay 19 en el banco»? ¿Es que todas las personas pesan, miden y aguantan lo mismo? ¿O será que somos calabazas? ¿Y en cuántas ocasiones nos hemos desmontado con los dientes al viento por el trato exquisito de la tripulación?
Lo curioso es que rara vez surge una queja, y se va tejiendo así una suerte de complicidad colectiva. Y se va olvidando que ningún semejante tiene la potestad legal de pisotearnos.
Si algo puso claro desde el primer día este proyecto social, es que las personas no somos nube, vianda o mercancía empacada, sino seres pensantes que sufren y saborean la vida, que aman y fundan. Y ese concepto habrá que ir reconstruyéndolo poco a poco, aunque cueste trabajo, no solo dentro y fuera de cualquier terminal.