Mientras la impenitente neblina de aquella mañana le impedía ver a lo lejos y los carros parecían venírsele encima, un diestro anciano seguía ensimismado en su labor, extendiendo con tino la vista sobre cada extremo de la vía, y conduciendo su pequeño carro de trabajo por el estrecho contén de una calle santaclareña.
Llevaba camisa de mangas largas y sombrero ancho. Calzaba un viejo par de botas perfectamente lustrado. Portaba unos guantes ya gastados, pero necesarios en aquel ejercicio sostenido.
En el hombro cargaba, a ratos, un pesado escobillón que lo estremecía de pies a cabeza cuando, bruscamente, se lo echaba encima.
Por mi humilde intuición de observador paciente, calculo que su edad anda bien cerca de los ochenta. Digo, si es que ya no pasó esa marca y ahora corre hacia las nueve décadas trabajando todavía, aferrado a la moralidad de una labor que le ha permitido criar a su familia, y le ha hecho más noble y pulcra la vida.
De vez en cuando, aquel abuelo de no pocas arrugas y cabellera blanca, alzaba la mirada, acomodaba su antiguo sombrero, se pasaba rápido la mano enguantada por la frente y de un tirón se escurría el sudor que le chorreaba por la cara como evidencia de una ruda faena.
Pero no es exactamente esa práctica cotidiana de desconchar las suciedades de los contenes, asear lo que afea la acera o cada esquina del asfalto para devolverle a la ciudad un paisaje limpio, lo que más cansa y pesa sobre las espaldas de este veterano.
En tan solo treinta minutos bien cerca de él, vi pasar por su lado decenas de personas sumergidas por completo en lo suyo, absortas en sus alegrías y calamidades, indiferentes ante la obra bienhechora de aquel hombre que unía la basura en pequeñas pilas y al minuto se las desintegraba el paso flemático y descuidado de una ciudad que apenas amanecía.
Y como para burlarse de lo que para bien de todos realiza cada amanecer el anciano, dos muchachos, que saboreaban como desayuno el maní contenido en unos alargados cucuruchos, lanzaron impunemente al suelo aquellos envoltorios de papel, inmediatamente después de llevarse a la boca el último grano de tan delicioso alimento.
¡Qué triste que lo que nos alimenta y resulta sabroso indigeste y amargue el trabajo de otros! ¡Qué penosa indiferencia la que —al creernos superiores— nos encapota como neblina el día y nos impide ver la virtud del prójimo!
Enseguida el abuelo, al parecer acostumbrado a escenas como aquella, detuvo su carrito, cogió su escoba, dio media vuelta y se agachó nuevamente, a pesar de lo resentida que debía haber estado ya su cintura octogenaria, para de ese modo recoger aquellos pedazos de cartón, arrojados no en el paisaje invisible que causa la impenitente bruma de la mañana, sino delante de sus propios ojos.