«Lo reconozco ante todos ustedes: debo ser más crítico y autocrítico». Esta oración pudiera parecerle a alguien una canción de cuna, o el título de un poema épico, o hasta el título de una obra dramática.
Sucede que se ha repetido tanto en nuestro entorno y ha volado tanto de acta en acta que casi ha devenido cascarilla hueca o sinónimo de cantinfleo, eso de decir algo «por afuera» sin ir a la esencia de las cosas.
¿Cuál sería la autocrítica? ¿Que no produzco lo suficiente? ¿Que vivo de chisme en chisme de pasillo? ¿Que soy un jubo, o mejor dicho, un majá de Santa María, en mi CDR? ¿Y en qué consistiría la crítica? ¿Que mi compañero ensucia la pared y nadie lo señala? ¿Que Acompañandis se pasa la vida jugando al solitario? ¿Qué Aureliano es una carroña de persona porque vive picoteando y desangrando el arca estatal?
El asunto pudiera tomarse a la ligera, pero resulta demasiado serio. Refleja, incluso, el dilema de la nación en su lucha por sucumbir o edificar el proyecto soñado por Martí y concretado por Fidel y su generación gloriosa.
Si nosotros mismos no somos autocríticos, como nos ha insistido la dirigencia histórica de la Revolución, no podremos salir de la autocomplacencia, viviremos solo a la luz sin quemarnos y con miedo terrible a ver las máculas.
Hace unos días, en las sesiones del IX Congreso de la UJC, el vicepresidente del Consejo de Estado Esteban Lazo nos decía que una de las premisas del trabajo político, ideológico eficiente es la formulación de críticas y autocríticas, siempre con el espíritu de ayudar, de edificar, no para derrumbar ni abatir. Ese ha de ser un ejercicio constante, jamás coyuntural.
Y si ahora mismo, después de esa trascendental cita, no sabemos autoseñalarnos que, a los jóvenes y a los menos, se nos va mucho tiempo en banalidades, sin aprovechar lecturas e historias sagradas de la nación, estaremos convirtiéndonos en contentos seres con orejeras, fáciles de guillotinar con un simple bisturí. Igual sucedería si no somos capaces, en ejercicio de haraquiri, de señalarnos que en ocasiones subestimamos el poder del enemigo y caemos en ciertas trampas sutiles de sacralización de objetos y signos.
También sería ingenuo creer «acríticamente» que los nuevos y los menos nuevos no pudiéramos llenarnos de dudas mañana; o que no necesitamos cada día orientación y explicación.
Mucho peor resultaría no sabernos señalar que cierta parte de nosotros (me cuento joven, aunque no lo sea biológicamente) está confundida o se dice, tristemente, «apolítica» en un país que ha demostrado ya con sobrados ejemplos que sin socialismo —que es política— perdería la independencia, la unidad, la soberanía y hasta su geografía.
Esa autocrítica perenne requiere subrayar que nos falta mucho en el trabajo hombre a hombre, en el convencimiento, en transmitir información, en cultivar la fuerza del ejemplo (arma fundamental en el socialismo), en crear una cultura seria del debate, cargada de discrepancias y disonancias sanas.
Cuando el Grande de Cuba, José Martí, hablaba de la crítica, apuntaba que nunca podría verse como la mordida ni la dedicación impía a escudriñar manchas; había que verla como un noble intento de advertir el lunar que oscurece la obra bella. «La crítica es el ejercicio del criterio: destruye los ídolos falsos, pero conserva en todo su fulgor a los dioses verdaderos», decía.
Cuba, para no envenenarse a sí misma, necesitará en todo tiempo, más como práctica que como teoría, esa cardinal prédica del Apóstol.