Pasados más de cien días del golpe, la resistencia hondureña y el usurpador Micheletti permanecen inamovibles en sus posiciones antagónicas: las masas que constituyen el Frente siguen en la calle pese a todos los pesares demandando la restitución de Manuel Zelaya, y el gorila, empotrado en la silla presidencial, lanza alaridos, negado a que el mandatario vuelva.
A menos de dos meses de las elecciones fijadas para el 29 de noviembre, las actitudes entre esos dos polos extremos muestran, sin embargo, matices. La voz de justo reclamo de Zelaya tiene ahora visos más urgentes y ha puesto el nuevo plazo del 15 de octubre para su restitución o, de lo contrario, que se declaren suspendidos los comicios. Su llamado exhibe una premura tan dramática como los supuestos ruegos achacados al usurpador cuando —cuentan— «suplicó» a la reciente misión de la OEA que reconociera las elecciones. Noviembre podría ser el tope para que se decida todo… o para que veamos una ultrajante continuación del golpe.
Al Presidente le atenaza el hecho de que, si se legitimara el sufragio bajo el régimen de facto, no habrá garantías que aseguren los resultados, y su mandato igual habrá concluido una vez que los hondureños voten. Sería una elección ilegítima, y la asonada se habría consumado.
Desde el extremo opuesto, es esa misma consideración la que empuja a Micheletti a seguir buscando tiempo. Si llegara a noviembre en la presidencia robada y se aceptase lo que «digan las urnas», las elecciones cobrarían la legalidad que no tienen, él saldría del entuerto, y los crímenes cometidos a su amparo quedarían impunes.
De seguro no es una estrategia trazada de modo personal, sino dictada por los sectores que lo colocaron como cabeza visible de la asonada.
Algunos brincaron de disgusto cuando el usurpador decretó el estado de sitio, hace una semana. Sin la máscara con que quiere taparse, la represión se mostró sin afeites, y puso en juego el escaso margen de maniobrabilidad que quedaba a los gorilas para hacer creíble la «normalidad» con que quieren imponer las elecciones.
Entre esos que han variado —aunque muy ligeramente— el tono, se cuentan personajes del gran empresariado local que ven cómo las sanciones internacionales —más o menos duras— pueden afectar sus negocios. Allí estuvo la primera aparente fisura entre los protagonistas del golpe.
También podría añadirse la alta jerarquía católica representada en el cardenal Oscar Rodríguez Madariaga, quien respaldó la mentira de la «deposición constitucional» de Zelaya mientras el ejército y la policía arrasaban, y ahora se pronuncia por una salida a lo que, personajes como él, llaman «la crisis de Honduras».
Las posturas de aquellos sectores, amén de su falacia, podrían significar una presión, desde adentro, sobre el sátrapa. Pero Roberto Micheletti es solo la pieza más visible del golpe.
Lo que muchos se preguntan es dónde se alimenta la terquedad y el desprecio con que los golpistas desconocen al mundo, y su hombre se mofa de la OEA y reta al Departamento norteamericano de Estado, que fue quien le dio espacios para poner condiciones, y de manera otra vez tibia le conmina a aceptar el Acuerdo que encomendó al presidente costarricense Oscar Arias. El primer punto es la reinstalación de Zelaya.
Algunas de las respuestas pueden hallarse en la visita a Tegucigalpa de esos congresistas republicanos que se adelantaron a la misión de la OEA para «valorar» la situación, convirtiéndose así en gestores de esas llamadas «señales equívocas» que se adjudican a la Casa Blanca.
Además de la archirreaccionaria de Florida, Ileana Ros-Lehtinen —cuyo respaldo a los golpistas es notorio—, otro ardiente promotor del viaje fue el influyente senador por Carolina del Sur, James DeMint. En un revelador artículo, el periódico New York Times lo señala como uno de los apoyos con que cuenta el régimen de facto en Washington, sin contar a dinosaurios de las épocas Reagan y Bush como Otto Reich, Roger Noriega y Daniel W. Fisk.
Según el diario, son esos algunos de los personajes relacionados con una campaña de lobby fraguada en EE.UU. para mejorar la imagen de los golpistas, que ha costado ya más de 400 000 dólares e involucra a bufetes y agencias publicistas que también tienen estrechos vínculos —¡precisamente!— con la secretaria de Estado, Hillary Clinton.
Tales revelaciones ayudan a entender mejor cómo se sustentan las «goriladas» de Micheletti, y por qué la OEA se fue con las manos vacías de Tegucigalpa.