En prueba de fino cariño, alguien me regaló un libro lleno de historias que encierran moralejas para la vida. Una de las parábolas más conmovedoras cuenta que durante el siglo XV, en una pequeña aldea cercana a la ciudad alemana de Nüremberg, vivía una familia con 18 niños. Para que no faltara el pan, el padre de aquella prole trabajaba duro en las minas de oro y en cualquier otro lugar donde fuera posible.
A pesar de la pobreza, dos de aquellos hijos soñaban con estudiar arte. Hicieron un trato: lanzarían una moneda al aire. El perdedor trabajaría en las minas para pagar al otro los estudios. Después, el primer graduado haría posible —con la venta de sus obras u otros medios— el anhelo del hermano que había cubierto la retaguardia.
Fue así como Albrecht Durer se fue a estudiar a Nüremberg y comenzó su meteórica carrera. Para los días de su graduación, había comenzado a ganar considerables sumas con la venta de su arte. Volvió a la aldea para decir al hermano que era su turno de estudiar, que él sustentaría el despegue. Pero el segundo dijo que era tarde: las manos se le habían deformado; no podrían tomar un pincel o un compás con delicadeza y precisión.
Para rendir homenaje al sacrificio de su hermano, Albrecht dibujó un par de manos unidas, con los dedos apuntando al cielo. El mundo entero conoce esa obra como Manos que oran. Sucesivas generaciones han contemplado en los museos otras creaciones de Durer, quien pudo tocar sus sueños gracias a tener talento… y a la entrega fraternal de otro.
Usted, querido lector, preguntará a qué viene esta narración en la cual se nos recuerda que nadie, jamás, triunfa solo… Es que, quizá un poco exagerada para lo que quiero decir, no es menos cierto que ella se conecta con esa verdad a menudo olvidada, según la cual cada alegría y logro nuestros, incluso cada acto de sobrevida —como dijera un poeta de esta Isla—, tienen mucho que agradecer a otros que pusieron manos y hombros para nuestro ascenso; que donaron sus bríos, casi siempre en el anonimato, para que disfrutásemos de la luz del sol o de los reflectores que alumbran el espectáculo de la existencia.
Ahora mismo —y sé que comprenderán este acto de justicia—, quiero acordarme de quienes asumieron estos meses de verano como jornadas de labor sin tregua para que los demás pudieran ir en busca de las playas, los bailables, los museos, los espacios diversos.
Con frecuencia pude ver en estos días de calor sofocante, a algún policía custodiando un tramo de avenida para que nadie la tocara mientras era asfaltada y retocada con líneas blancas y amarillas. Bajo el sol, las mangas largas del uniforme militar inspiraban consideración y respeto. Y a ese agente del orden podemos sumar la lista larga de conductores de ómnibus, dependientes gastronómicos, obreros de Comunales, médicos y enfermeras, artistas, fumigadores, salvavidas apostados a la orilla del mar, montadores de espectáculos, bibliotecarios, comunicadores, maestros que impartieron cursos de verano, campesinos, obreros, y todos los que concibieron y concretaron algo en pos de los demás.
Haber llegado hasta aquí sin haber descendido al desconcierto total, sin habernos dejado arrastrar por la desesperanza y los coletazos de la crisis planetaria, no es triunfo que podamos ostentar como fruto exclusivo de nuestra fortaleza íntima. Desde muy lejos, las campanas han doblado por nosotros. Nuestra paz, nuestros caprichos más delicados y hasta la risa, tienen debajo el esfuerzo de muchas manos rudas, como aquellas que catapultaron, hace más de 400 años, el talento de quien llegara a ser icono del Renacimiento alemán.