No creo ser el único en asustarse ante la impunidad. A mí me inquieta por una razón elemental: es como un anestésico. Si uno ha vivido intentando mejorar mediante la observación y la experiencia, sabe de esta verdad, tan evidente cuanto olvidada: si quieres ser peor, actúa de modo que la impunidad te favorezca y puedas seguir actuando mal.
El tema no resulta forzado. Como sabemos, la impunidad daña al cuerpo social si se convirtiera en un hecho recurrente. Si, por ejemplo, el primer robo sale como fue planeado, pues lo más probable es que el ladrón intente el segundo. Y con la impunidad, como consecuencia también malsana, se extiende otro sentimiento: la inseguridad de las víctimas.
Me ha parecido oportuno intentar reflexionar con alguna certeza sobre la impunidad y la inseguridad. Ahora bien, no me refiero solo a la impunidad que podría alentar al delincuente común. Aunque la vida no se manifiesta por lo general como la difunden los episodios de televisión, mayoritariamente el delito choca con el orden. Choca y paga. Pero la inseguridad proviene también de otras «acciones impunes». ¿Nos hemos fijado acaso que estamos impactándonos contra cierta impunidad institucional?
Dicho esto, reconozco que algún juicio habrá de ponerse en guardia, porque suponga que pretendo lastimar la imagen de los organismos estatales. Desde luego, si no me ciñera a la verdad, la imagen quedaría limpia a pesar de mis palabras: la mentira tiene patas cortas. Y si, en cambio, fuera verdad cuanto aquí comento, no sería este escrito el que emborronaría la fachada. Lo primero que inquieta es la disminución de la conciencia jurídica. Cuánto tiempo y gestiones han de invertirse, a veces, para que ciertas instituciones y centros de trabajo cumplan los fallos rectificadores de los tribunales en casos de sanciones laborales injustas, o en la restitución de bienes confiscados incorrectamente, o en hechos que dañan al medio o la salud de las personas, como las emisiones de ruido.
¿No sabemos acaso de ciudadanos que, después de diez años de un fallo favorable, incluso del Tribunal Supremo, continúan esperando la devolución de su casa o de su automóvil, o que le paguen los salarios dejados de percibir, o que algún hotel retire de su ubicación en la calle una batería de climatización, perturbadora del descanso de los vecinos?
Las instituciones las dirigen seres humanos. Lógico, pues, que sean las personas las que decidan. Pero, desde el punto de vista institucional, cualquier error en la aplicación de atribuciones legales se arrastra como un «pecado original». Porque cuando alguien actúa en nombre de una institución, el «yo» se convierte en el «nos» de un sujeto corporativo. Y en esa situación nadie puede desentenderse alegando que «eso» fue obra del antiguo director. ¿Quién protege a los ciudadanos que se sienten afectados en su seguridad y en su paz domésticas por aquellos que precisamente, por encomienda del Estado socialista, han de coadyuvar a la paz y la seguridad de todos?
Estamos de acuerdo en que hay que exigir que los ciudadanos cumplan las leyes. ¿Quién se opone a acción tan necesaria? Tampoco, a mi parecer, sería recomendable, en lo político, no rectificar a tiempo y en forma cuando sobre cualquier ciudadano se aplique injustamente alguna ley. Ese proceder —tanto el hecho injusto, como la corrección tardía o nunca efectuada— podría perjudicar el consenso en nuestra sociedad, además de extender la impunidad y la inseguridad. La Ley, dijo Félix Varela, nos manda a todos. ¿Puede dudarse?