Cuando en misión reporteril visité y recorrí en parte el distante y vasto Afganistán en guerra, hace cerca de dos décadas, el entonces embajador cubano allí, Manuel Penado, me ilustró sobre las complejidades del país asiático, con una observación sorprendente y al mismo tiempo reveladora. Todavía superviven en intrincadas áreas montañosas grupos que pelean contra el rey, me dijo, casi diez años después de que la monarquía había sido derribada.
El insólito dato, para miradas estrenadas en otras desconocidas y concretas realidades, colocaba en el foco del análisis características a tomar muy en cuenta, tales como las dispersiones marcadas no solo por la geografía sino también por un intrincado paisaje multiétnico, tribal, lingüístico y religioso, y una precaria intercomunicación desde el fondo de una antigua pobreza bajo el régimen feudal.
La rebelión antimonárquica a destiempo mostraba a su vez el espíritu levantisco y guerrero del complejo nacional afgano, insoslayable a la hora de escribir y publicar un libro reportaje (El rostro descubierto), y clave interpretativa de las cuatro derrotas humillantes que experimentó el imperio británico en igual número de invasiones entre los siglos XIX y XX. Si algo funciona como trama cohesionadora de los afganos es un rechazo casi visceral a cualquier ocupación extranjera.
Pero, por completo de espaldas a esas pistas de la historia, la gran potencia imperial de hoy quiere todavía creer, o hacer creer, que puede más un voluntarista despliegue de fuerzas militares invasoras para ocupar un país indomable, que es lo mismo que incontrolable. Todo en nombre de un ambiguo discurso antiterrorista y de la persecución de un elusivo Bin Laden, a quien siempre se le hace reaparecer en orquestados medios informativos según las coyunturas y conveniencias de políticas domésticas para inyectar miedos, mientras la industria militar se llena los bolsillos.
Hace escasos días el nuevo ejecutivo en Washington solicitó al congreso 83 millones de dólares adicionales para las operaciones militares en Afganistán e Iraq, en correspondencia con el plan de elevar, a corto plazo, a 68 000 el número de efectivos en el primero de esos países.
Gran Bretaña, que debería evocar más el pasado como memoria aleccionadora, continuará montada en ese tren, —al igual que otros países europeos aliados y Canadá—, y está entre los que más soldados muertos ha puesto, sin ningún indicio de que hubiera valido la pena, ni siquiera para los intereses que ayuda a preservar.
Menos aún si tamaña y siempre aborrecida presencia extranjera se traduce para la población afgana en masacres a civiles, encarcelamientos, torturas y expatriaciones arbitrarias y forzosas hacia prisiones clandestinas extraterritoriales, imposiciones injerencistas a las administraciones gubernamentales establecidas, y más tráfico de drogas que nunca antes.
Puede que, en efecto, Afganistán sea un país atrasado, inmerso en continuos conflictos internos, pero a lo largo de su existencia ha encontrado siempre los caminos para zanjar las diferencias. En todo caso nadie en este mundo tiene derecho a interferir, ni asumir falsificadas poses salvadoras. En su lugar el más elemental respeto a lo ajeno impone dejar exclusivamente a los afganos que encaren y resuelvan por sí mismos sus propios problemas, a tono con el sagrado principio de autodeterminación.
Como verdad suprema y alerta vigente para todos los tiempos y los espacios, queda que la historia mal aprendida, ignorada o menospreciada se cobra siempre en catástrofe irreversible.