A veces invertimos ambos términos y nos basta con exhortar a trabajar para sentirnos tranquilos. No; no estimo que nuestros problemas, que nuestras contradicciones se resuelvan con palabras más o menos. Las que hemos dicho—dirigentes, ciudadanos, periodistas— solo han reconocido la necesidad —más bien urgencia— de modificar las causas que condicionan negativamente de alguna manera no solo las palabras sino nuestros actos.
Coincidamos. Todo no ha sido dicho, porque aun en nuestra sociedad convivimos con un zarzal de normas, reglas, medidas restrictivas que en lugar de promover la creatividad y las ganas de trabajar tienden a alentar la indiferencia, el inmovilismo en el hacer. ¿Nos hemos dado cuenta de que nuestra economía, aun la de una tienda, tiene la caja abierta para tragar, pero para devolver, aunque fuesen diez centavos, requiere de un infinito papeleo?
¿Y para bajar un precio? Nuestro orden al parecer soporta que alguien aumente el precio dolosamente de cualquier producto y se lo apropie, como sucede en alguna de esas tiendas adonde hay que ir a recalar, como barco viejo a un astillero, hasta para adquirir un poco de comino. Es decir, algunos pueden adulterar sin muchos contratiempos los precios, estafar a los clientes a costa de la mercancía del Estado. Ahora bien, bajar un precio con fines de agilizar el movimiento de los productos o estimular la demanda, es casi imposible: se necesita una peregrinación a tantos «lugares sagrados» que todo sigue igual por falta de aire y de lucidez.
No quisiera que se me desbordara la ironía. Esto es muy serio. Recientemente leímos en un periódico que la única manera de resolver las insuficiencias de los mataderos de cerdo en cierta provincia fue reducir la producción, aunque las carnicerías carecían de carne suficiente y los precios seguían anclados en su pertinaz altura. ¿Nos percatamos, pues, que esa «solución» es irracional? ¿Cómo reducir la producción de un alimento deficitario con el fin de aligerar la carga de los establecimientos dedicados a la matanza?
Pero no creamos que la crítica corresponde solo a los que administran la carne, la distribuyen y ponen los precios. La rigidez centralizadora de la economía a escala social y nacional impide la movilidad y las respuestas rápidas a las demandas. Y recorremos el camino al revés.
Costará tiempo —no lo dudemos— modificar esa tendencia, hecha ya mentalidad, de ir contra la lógica. Preferimos prohibir la venta de maní a cualquier jubilado, o no jubilado, sin licencia —que por otra parte no le concedemos— antes que ocuparnos por ofrecer maní a cuantos desean comerlo. Porque conozco pocas acciones de ese tipo que hayan tenido en cuenta que la gente también necesita comer maní. Y digo maní por decir algo. Tal parece que ese celo y rigor legalistas, no tan decisivos como solemos pensar, pueden ingerirse...
Otro lector me decía recientemente que ya estaba aburrido de mi «filosofía». Le di las gracias por haber leído esta columna hasta ese momento y le hice recordar su derecho a no leerme más. Yo, en cambio, no me aburro de escribir sobre estas mismas cosas. Hoy es 14 de marzo, Día de la Prensa Cubana. Un día como hoy, más de un siglo atrás, Martí fundó el periódico Patria. Y nos dejó una guía en cuanto a la prensa militante: señalar, alertar, sugerir. No creo que nos haya pedido que fuéramos repetidores o mudos, sino que constituyéramos otra mirada desde el mismo mirador.
En el Memorial que mantiene vivo al Apóstol en la Plaza de la Revolución, una frase se destaca en una de aquellas paredes verdes. Dice aproximadamente que el modo con que defendamos ciertas ideas puede hacerlas parecer injustas. Por ello, no creo que al abogar por el socialismo tengamos que callar cuanto lo daña; si lo hiciéramos podríamos pensar, con Martí, que así no sería el socialismo ni justo ni provechoso. Esto es, todo no ha sido dicho. Esperemos, en su momento, la palabra exacta: la acción.