Un avión cae en picada, envuelto en una nebulosa de fuego y humo. Al estrellarse, expande sus trozos por algunos cientos de metros a la redonda de la instalación agrícola sobre la que se precipitó, en un prado alemán.
«¡Un ataque terrorista!», se alarma la prensa. No, no, calma. Quien disparó a la aeronave fue, sencillamente, el ministro de Defensa. «¡¿Quééé...?!».
Parece un chiste, pero no lo es. La escena sería muy posible, de tomar ala la propuesta del titular de Defensa germano, el conservador Franz Josef Jung, quien sacó sus muy particulares conclusiones del modus operandi empleado por los terroristas que echaron abajo las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001.
«Si no hay otro medio para detener la utilización de un avión de pasajeros como arma destructiva, daré la orden de derribarlo», aseguró Jung esta misma semana a la revista alemana Focus. Una idea que en Washington, por ejemplo, no sonaría mal, ¡y hasta sería agradecida! Pero que en Berlín ha dejado pasmados a unos cuantos.
De lo que se trataría, como se ve, es de cambiar las vidas de los inocentes pasajeros que están volando, por la de otras inocentes personas que están en tierra. En nuestra norma criolla, diríamos que Jung desea «desvestir a un santo para vestir a otro». Solo que el punto aquí no son ropas, sino seres humanos, sobre los que no se pueden trazar cálculos matemáticos de simple suma y resta.
Precisamente, el Tribunal Constitucional alemán determinó en 2006 que esa rara decisión es impensable: «Un avión secuestrado puede ser derribado por las autoridades de seguridad, pero solo —y aquí está el pollo del arroz con pollo— si dentro de él se encuentran terroristas y no pasajeros inocentes». Y añadió que «cobrar una vida por otra» es una flagrante e inadmisible violación de la ley.
Sin embargo, un «demócrata» como Jung se dice dispuesto a pasar por encima de esta, invocando el «estado de necesidad» y el «derecho superior de emergencia», recogido en la Ley Fundamental germana.
Varias implicaciones se derivarían de este empecinamiento. Primeramente, ¿dónde queda el margen de error? Me viene a la mente el trastabilleo en las comunicaciones entre un operador aéreo suizo y las tripulaciones de dos aeronaves civiles, en 2002. Ambas se estrellaron, una de ellas con 45 niños rusos. Una equivocación humana provocó la catástrofe.
Así, ¿quién le aseguraría totalmente al señor Jung que en el avión A, y no en el B, es donde un terrorista está haciendo malabares con granadas? ¿Y quién le garantiza que el sistema de control de vuelos esté absolutamente blindado frente al error, o a la penetración de información falsa, en un mundo tan interconectado que un listo adolescente europeo puede, desde su silla, otear en los programas de las computadoras del Pentágono?
En segundo lugar, ¿cómo se determinaría que ha llegado el momento de aplicar el «derecho superior de emergencia»? Cuando el primer misil de las fuerzas armadas alemanas impacte el fuselaje de una aeronave civil, desechando a priori cualquier posibilidad de darle un fin diferente al secuestro, en adelante podría ser más fácil apretar el gatillo. Y Berlín, que predica la necesidad de abolir la pena capital, la habrá aplicado vergonzosamente y con sello oficial contra personas que alguna vez creyeron que el Estado protege a los inocentes contra los malvados.
Por favor, Herr Jung, ¿no se le ocurre algo mejor?