Ciertos lectores quieren que continúe el tratamiento a «las puertas cerradas». Nunca un tema había suscitado tanta correspondencia hacia esta columna. Me honra. Muchos de cuantos escriben enriquecen, o mejoran, el enfoque del autor. A todos no les podré dar cabida. Pero quizá en su momento esas ideas me sirvan, como me sirve ahora un mensaje anónimo, el único que discrepa de lo que he dicho.
El mensaje, sin firma, pero al menos con una dirección de correo electrónico, responde como en un desafío mi nota titulada ¿Cuánto cuesta abrir las puertas?, del 3 de agosto pasado. Y yo me alegro, porque lo que expresa en su cortante enunciado, es la prueba cabal de cuanto uno denuncia. Me dice: «Sexto: pruebe emplearse un tiempito en un supermercado, en el lugar de los que deben controlar a toda una masa humana. Son muchas cabezas tratando de resolver sus problemas de disímiles formas y no siempre pagando. Después escriba de nuevo el artículo de las puertas cerradas a ver si mantiene la misma opinión».
Evidentemente, eso es lo que ocurre. Quienes tienen que controlar el negocio, y ven el aparente caos, el díscolo movimiento de un mercado, una tienda, se inquietan porque hay que ordenar y controlar. Y por supuesto, ordenar y controlar para algunos es empezar a aplicar restricciones. No hallan otra fórmula. No la hallan porque en ciertas personas y en algunas instituciones del país la distorsión burocrática anula, bloquea toda capacidad de solución que no empiece y continúe con prohibiciones o restricciones. Siempre, desde luego, prohibiendo o restringiendo al otro: al cliente, al consumidor, al usuario...
Si yo trabajara o dirigiera en una tienda y mis actos estuviesen condicionados por la mentalidad burocrática, esa que pierde el sentido de su fin social para reencontrarlo en sí misma, actuaría igualmente: cerrando y limitando. Pero si fuera el empleado o el dirigente de un centro con la tarea de ser eficiente y efectivo —recaudar divisas, por ejemplo—, y tuviera equilibrio en mis juicios, pues trataría de controlar y ordenar por medios que no afectaran ni ofendieran al ente que me permite conseguir mis fines institucionales.
¿Sabrá quien registra, o manda a registrar, una bolsa al salir de la tienda, cuánto ofende ese acto al que ha ido allí a solventar sus necesidades, pagando, sí, pagando aquello que consume? Tendrían que ponerse en esa posición. Pero la distorsión burocrática de los métodos y las formas no se pone en el lugar del otro. El otro, al parecer, no existe. O es solo un pretexto para hacer lo que «no» tengo que hacer.
Parece duro. Pero es la verdad. Y solo la verdad podrá ayudarnos a corregir nuestros errores. Claro, en cualquier otro sitio donde el cliente sea lo más importante, se controla y vigila sin limitar, sin obligar a los consumidores a pasar bajo las horcas del tiempo perdido, del registro... ¿Y actúan así porque son mejores personas? No son mejores que nuestros trabajadores y funcionarios. Solo tienen más clara la finalidad de su trabajo: si desean ganancias deben servir de modo que el que compra se sienta agradecido y decidido a volver. Esa es la calidad. La calidad es precisamente elevar hasta el primer plano a quien, en este caso, viene a comprar. Recordemos aquella frase del Che —casi nunca convertida en mensurable certeza— que nos habla de respeto, pueblo y calidad.
Claro, el asunto es complicado. No creo que yo haya resuelto el problema teóricamente. Debo, como mínimo, preguntar: ¿son remunerados los trabajadores y funcionarios de ese sector con fórmulas que los estimulen a ver en el cliente el vínculo que lo anuda a la posibilidad de percibir un mayor salario?
Por ahí, por esa puerta, que creo que está también cerrada, han de empezar a abrirse las demás.