Mi madre encendió también su vela al riesgo de que el mosquitero cogiera candela y la madera de las paredes de mi casa le llenara la barriga al lenguaraz fuego. Frente a su Virgencita de la Caridad estaba una pequeña foto del «Capitán tranquilo, paloma y león, cabellera lisa y un sombrero alón...» de Mirta Aguirre, y también mío. Camilo se había perdido y el pueblo lloraba. Camilo extraviado y el pueblo rogándole a Dios, a todos los santos y a sus arcángeles, porque solo fuera un juego a las escondidas.
Mi imagen del paso de la Caravana de la Libertad hacia La Habana, olorosa a pólvora todavía en el desván de mi infancia, se concretiza en dos objetos puramente materiales: la bala y el collar de Santajuanas.
Al paso de los barbudos todos los niños queríamos tener un proyectil en nuestras manos, como trofeo de guerra, y uno de aquellos ensartes maravillosos de semillas cimarronas que guardaban el olor a monte del sudor de los rebeldes.
Un himno de guerra se había convertido en nuestra mejor canción de exploradores de aquellos días, en las excursiones de la escuela. Cantábamos ufanos: «Marchando vamos hacia un ideal/ sabiendo que hemos de triunfar...» y habíamos triunfado.
Entre tanta barba y tanto verde olivo me había sido difícil distinguir, al paso del convoy triunfante, a un comandante que todavía no era icono visible para el pueblo y solo comencé a quererle luego que aquella paloma se posara en el hombro más alto de la patria y una pregunta se convirtiera en paradigma de humildad: «¿Voy bien, Camilo...?»
Un «¿Voy bien, Camilo?» que, como expresara el Che, no significaba para Fidel «la casualidad de una pregunta hecha, a un hombre que de casualidad estuviera a su lado...» sino al compañero «en el cual sentía, como quizá en ninguno de nosotros, una confianza y una fe absolutas.»
Después el guerrero se difuminó entre tanta tarea pendiente y solo quedó, como una fugaz película, la imagen de aquellos casi dioses que atravesaron mi pueblo y a los cuales las muchachas les tocaban la barba, como manto sagrado, o les robaban un beso en la secreta vocación de Dulcineas.
Y cambiaron entonces los libros de mi escuela. Y volví a encontrarme con él en una de mis preferidas aficiones infantiles. Como nunca antes me iba a la bodega, a hacer los mandados, sin chistar. Y es que el vuelto nunca llegaba vivo a casa. Me compraba con él las postalitas con que iba llenando el álbum de la Historia de la Revolución. De manera que Camilo dormía bajo mi almohada, como héroe preferido, en aquella bendita aventura de componer los últimos acontecimientos de mi país, imagen a imagen, y que no sé a qué sesudo se le ocurrió después eliminar, quizá porque suponía una práctica yanqui como coleccionar peloteros de las Grandes Ligas o los falsos paradigmas de Tarzán, Superman o Popeye. Pero todavía vivo marcado por aquellas series tan hermosas que nos enseñaban a admirar y salvaguardar la naturaleza o los sitios arqueológicos más fabulosos del mundo.
La noticia vino a apagarnos, momentáneamente, el candil de aquellos días. El avión en que Camilo cumplía una misión política había desaparecido y un pueblo entero le viraba a la Isla sus bolsillos, en una dramática búsqueda del aguerrido Comandante que alguien denominó, una vez, como una de las siete maravillas de la Revolución Cubana.
Desde mi colimador de niño pude percibir la disnea espiritual del pueblo. El andar de las horas se tradujo en fatigoso ascenso de mulos por la empinada cuesta de una montaña. Las plegarias a cuanta deidad existiera fue un mar de linternas en la oscuridad del monte. Fidel, capaz estratega, desplegaba toda una táctica de búsqueda. El país estaba insomne. La esperanza en ascuas.
El falso rumor de que había aparecido fue una bala trazadora que iluminó esta delgada geografía en instantes. El entusiasmo solo podía compararse con el paso de los barbudos por mi pueblo. Todo el mundo corrió a encender velas en cumplimiento de una única promesa y se lanzaron a las calles. La nación fue un enorme altar. El corazón de Cuba era solo una frase: ¡Apareció Camilo!
Luego sobrevino un doloroso silencio. La verdad era otra. Ni rastro de aquella sonrisa, guarecida bajo el sombrero alón que pareciera tragarse nuestro mar, en una búsqueda que, hasta nuestros días, nos lacera y duele, nos levanta e inflama en la promesa única de que Camilo encendió CIEN-FUEGOS; esos fueguitos que somos nosotros, desde nuestra humilde tarea cotidiana, retados por la memoria y la figura del Comandante que, todavía, nos coloca al cuello su collar de Santajuanas y nos besa.