La experiencia sindical de Lula en el sector metalúrgico le aportó dotes excepcionales de liderazgo en su carrera política. Autor: Jacobin América Latina Publicado: 31/12/2022 | 05:42 pm
No solo porque es oriundo de allí, Luiz Inácio Lula da Silva tiene sus mayores simpatías en el nordeste de Brasil. Lo quieren donde peor es la pobreza en el país, porque él es otro como ellos: los representa.
El hombre que por tercera vez asume la presidencia, escribió, sin embargo, la primera parte de su historia en otro lugar: el sudeste, concretamente en la populosa Sao Paulo, adonde siendo niño se trasladó su madre con los ocho hijos.
Allí el joven nordestino demostró pronto sus cualidades de luchador impenitente, de hombre humilde que se hizo a la batalla por los pobres no por convicción teórica, sino por un elemental sentido de justicia que nació de su propia existencia y de ese amor por su familia que hoy hace extensivo a toda la nación, con su llamado a la reunificación.
Este Presidente de Brasil comprende y es comprendido por los desheredados porque él también lo ha sido. Y antes de pasar un curso como obrero de la metalurgia tuvo que ayudar a los suyos como pudo, hasta lustrando botas.
Se cuenta que era muy joven cuando, sin tener plena conciencia acerca de la relevancia de la tarea gremial, abrazó el sindicalismo motivado por un hermano mayor que ya lo había hecho. Pero su certeza de la necesidad de esa lucha, llegó cuando ese hermano fue llevado injustamente a prisión.
Los años de Gobierno bolsonarista no pudieron destruir la base social del PT en las últimas elecciones presidenciales. Foto: AFP
«Yo era un dirigente sindical común, tenía miedo de ir a la cárcel, pensaba en mi familia, pensaba que para hacer sindicalismo no hacía falta mucha cosa. A partir de la detención de mi hermano fue cuando perdí el miedo. Si luchar por lo que él luchó fue motivo para ser preso y torturado, entonces habría que detener y torturar a mucha gente (...) Fue muy bueno porque me despertó una conciencia de clase muy grande», narraría en 2003, según reseñas de otros autores que recoge el libro Del sindicalismo a la reelección (2015), de la brasileña Luciana Panke.
Al evocar aquellos tiempos del nacimiento de su liderazgo entre los obreros, las marchas en las calles e, incluso, al pensar en su obligada elección del oficio de tornero a los 14 años para sobrevivir, puede entenderse mejor esa capacidad para imponerse a la adversidad que Lula, otra vez, ha demostrado.
Su entrega y valor quedaron probados en más de una huelga como presidente del Sindicato de los Metalúrgicos de los municipios de Santo André, Sao Bernardo y Sao Caetano do Sul (ABC), en Sao Paulo, cargo para el que fue electo por primera vez a los 30 años con más del 92 por ciento de aprobación.
Luego sería reelecto por mayoría igualmente abrumadora. El quehacer de ese gremio hizo que se hablara entonces de una nueva forma de sindicalismo. Entre esos trabajadores se forjó la estirpe de quien luego sería tres veces mandatario.
La Revolución Cubana fue un referente ético y sociopolítico en la gestión presidencial de Lula. Foto: Getty Images
En sus mismas instalaciones en Sao Bernardo, ese sindicato lo protegió en abril de 2018 cuando el entonces juez Sergio Moro, llamado con razón «el verdugo» de la izquierda brasileña gracias a sus maquinaciones en la causa Lava Jato, dictó inmerecida prisión contra quien desde entonces despuntaba como candidato ganador en las cercanas elecciones. Él, que nada debía, decidió entregarse.
En 1980, Lula había dirigido desde esa localidad una de las huelgas más sonadas contra la dictadura que encabezaba el general Joao Figueiredo. Fue arrestado en su casa y llevado por 30 días a prisión. Saldría fortalecido.
Unos 40 años después de esos acontecimientos, no solo ha hecho gala de la misma resistencia de entonces: Lula ha vencido la campaña de descrédito de que fue víctima y enfrentado con valor las manipuladas causas judiciales que trataron de convertirlo en cadáver político, todas anuladas por falta de pruebas que lo incriminasen o por mal proceder.
Tampoco esta vez se dejaría amilanar por la prisión inmerecida e, incluso, debió sobreponerse, antes, a la muerte de su esposa Marisa Leticia (2018), a quien una imagina otra víctima, aunque fatal, de las tensiones que rodearon las vidas de ambos después de la primera acusación falsa por corrupción.
No fue lo único que lo golpeó en el ámbito familiar. Lula tuvo que soportar también en esos tiempos cercanos la pérdida de Arthur, uno de sus seis nietos, muerto de meningitis a los siete años cuando el abuelo cumplía condena injusta. La satrapía de los victimarios quiso impedirle la salida momentánea de su cárcel en Curitiba, para que no asistiera, como finalmente lo hizo, a su sepelio.
Con toda razón, él diría en conferencia de prensa luego de su nueva elección, el pasado 30 de octubre: «Me considero un ciudadano que ha vivido un proceso de resurrección. Intentaron enterrarme vivo y aquí estoy».
El regreso
Su retorno a la Presidencia, en efecto, se considera histórico y hasta asombroso, y es argumento para que muchos afirmen que Lula es el político más popular de Brasil.
En declaraciones a la BBC, John French, profesor de Historia en una universidad de EE. UU. y autor de una biografía acerca del líder brasileño, le ha catalogado de «fenómeno político y electoral que debía ser de gran interés para el mundo.
«No hay ninguna razón para esperar que una persona de su origen llegara a donde llegó. Y cada etapa de su vida ha sido una sorpresa».
Sin embargo, en algo se equivoca French. Quien repase la trayectoria de Lula verá claras las razones que explican este otro arribo suyo a la jefatura del Estado, viniendo como lo ha hecho desde la metalurgia y, antes, de lo más remoto de su natal Caetés.
Lula es seguido no por constituir un fenómeno de popularidad per sé, ni siquiera por sus reconocidas dotes para conectar y comunicarse con las masas sino, precisamente, por ser otro más entre quienes lo votaron, y por haber ganado, paso a paso, un prestigio que no fue avasallado por las mentiras pese a que muchos de sus conciudadanos aún puedan ser blanco de las maniobras mediáticas y judiciales de la derecha para satanizarlo. Seguro, no pocos de ellos volverán a creer en él.
Las alianzas con las potencias emergentes integradas al Brics fueron un elemento fuerte de la diplomacia de Lula. Foto: AFP
Aunque ha prometido gobernar para todos y ha tendido la mano, así, al 49 por ciento de los electores que votaron por Jair Bolsonaro, Lula también reconoció en su discurso tras el triunfo que sus primeros esfuerzos estarían dirigidos a mitigar el sufrimiento de los más marginados y de los hambrientos.
Es que a estas alturas de su vida, la hoja de servicios que Lula ha prestado a Brasil puede medirse lo mismo por su época de luchador en las calles, como desde la Presidencia. Ningún otro gobernante brasileño hizo tanto por su pueblo. Y lo volverá a hacer.
El programa Hambre Cero, que fue su principal promesa cumplida tras la primera elección como Jefe de Estado en 2002, le dio la posibilidad de comer a más de 30 millones de brasileños. Ahora él deberá volver a instaurarlo, porque en este mandato hereda la triste carga de 33 millones de nuevos compatriotas sin la garantía de comer.
Lo ha anunciado. «Si somos capaces de exportar comida al mundo entero, tenemos que ser capaces de hacer que los brasileños desayunen, almuercen y cenen todos los días. Ese es mi mayor compromiso», dijo en su primer discurso.
Otros programas sociales como parte del cambio que desde el primer mandato anunció a Brasil, contribuyeron a cerrar entonces la brecha de la desigualdad que se ha vuelto a abrir, y le otorgan crédito como mandatario. Quizá alguno podría reeditarlo; por ejemplo, los planes Bolsa Familia y Luz para Todos, que beneficiaron a millones de hogares y contribuyeron a la redistribución del ingreso.
No sorprendió que fuera reelecto en 2006 con más del 60 por ciento del electorado, como no puede sorprender que haya vuelto a ser electo ahora.
La primera gestión de Lula como presidente de Brasil (2003-2011) fortaleció el sector estatal de la economía del Gigante Sudamericano. Foto: AFP
Además de acortar las brechas sociales, Lula había conseguido un despegue que avaló su política económica: al término de aquellos dos primeros mandatos (2003-2006, 2007-2010) Brasil había cuadruplicado su PIB, y la inflación, que recibió en 12,5 por ciento, había descendido a 3,14 por ciento, por solo mencionar dos índices.
Surgió lo que se llamó una nueva clase media.
Hombre capaz no solo para movilizar desde lo social, sino para tejer alianzas con otras fuerzas en el terreno político, y hacerlo sin deslegitimarse, Luiz Inácio da Silva ha vuelto a demostrar esa potencialidad para lograr consensos con la conformación de la coalición Brasil de la Esperanza, donde se reúnen una decena de fuerzas políticas encabezadas por el Partido de los Trabajadores (PT).
La muestra más clara es la escogencia de su vicepresidente, el exgobernador Geraldo Alckmin, proveniente de la socialdemocracia brasileña y quien en 2006 fue su rival en las elecciones.
Esa virtud para unir, y la conformación de un frente amplio antibolsonarista, también ha sido importante para el nuevo triunfo, y deberá abonar el camino que inicia para, como ha dicho, demostrar que el país es un solo Brasil.
Será un nuevo éxito del otrora joven tornero que llegó tres veces a la presidencia.