Simón Díaz. Autor: Tomado de Internet Publicado: 30/07/2018 | 08:57 pm
CARACAS.— Apenas me falta un año para alcanzar la edad que el gran maestro tenía cuando —impresionado hasta el verso por la belleza de una mujer mucho más joven— se inspiró para componer su tema más elogiado. De tal suerte, con casi idénticos anillos humanos en mi tronco y recorriendo con ojos curiosos un país orlado de hermosas criollas, creo entender el profundo desgarramiento que el llanero Simón Díaz nos pintó para siempre al trote de su Caballo viejo.
Si no bastara con el simple disfrute de la obra, la historia misma de esta canción es capaz de interesar al más indiferente. Era 1980, estaba Don Simón en Guamachito, estado de Apure, donde grabó para la televisión una galapagueada —captura, en los recién inundados caños de la sabana, de tortugas galápagos— y más tarde pidió le llevaran un conjunto criollo y un cantante.
Lo complacieron a medias: llegó el grupo, pero quien cantaba era Maigualida Varela, una bella muchacha de 19 años que, sin sospecharlo, se convertiría en solo horas en la musa para el más célebre tema llanero.
Ella, sacudida por la celebridad del artista, le dedicó canciones como Lágrimas en el tranquero y bailó con Simón, quien la agasajó con versos a la altura de su linaje. Todo parecía apacible hasta que Cristóbal Acuña, un mocetón irreverente, preguntó al maestro a qué podía aspirar con el galanteo a aquella tierna beldad. Era el llano, así que el asunto pasó a mayores: inmediato duelo de contrapunto.
Los cantores se enzarzaron en una esgrima de metáforas que quedó registrada en cinta por Fermín Quevedo y que no puedo relatarles por uno de esos detalles que suelen inflamar los mitos: dicho registro fílmico… simplemente se perdió y dejó a todos imaginando estocadas. Diez años más tarde, consciente como nadie de que tales pormenores eran una mina de oro, Simón Díaz tuvo el cuidado de reconstruir, con sus recuerdos, los tintes de la porfía.
Parece que el ídolo le respondió a su rival con verdades de este talante: «Yo no cuento los peldaños que quedan en la escalera, para un viejo enamorado todo el tiempo es primavera», franco anticipo del concepto de la pieza que, al amanecer siguiente, cantaría por primera vez a sus amigos como acta de nacimiento del inmortal Caballo viejo.
Nada prueba que Simón se enamorara de Maigualida. A sus 52, el cantor tenía entonces 19 años de matrimonio con Betty García Urbano, el amor de su vida, el único, la beldad que parió a sus tres hijos y le cerró los ojos al artista cuando el Alzheimer, el asma y los años lo derribaron mortalmente el 19 de febrero de 2014.
Desde que en el mismo 1980 la discográfica venezolana Palacio editó el disco Golpe y pasaje, que incluía la pieza, Caballo viejo no ha cesado de grabarse. El dilema que relata se conoce en 13 idiomas y sus versiones rebasan los tres centenares. Nombres tan dispares como Joan Manuel Serrat, Armando Manzanero, Plácido Domingo y Barbarito Diez interpretaron en los escenarios qué pasa, y cómo pasa, cuando el amor llega así, de esta manera…
Aunque por sí sola la obra lo hubiera colocado en un renglón importante de la cultura venezolana, Simón Díaz fue mucho más que el autor de Caballo viejo. Su notoriedad no tiene parangón porque rescató la tonada y enriqueció el joropo, la copla y el pasaje; compuso, cantó, animó, dibujó, condujo programas de radio y televisión y tocó la inquieta magia del cine. Fue, en fin, un hombre del Renacimiento… llanero.
El maestro, que se instaló en Caracas a los 21 años, había nacido en Barbacoas, pueblo del estado de Aragua, el 8 de agosto de 1928, así que en solo unos días el llano entero le celebrará, en ausencia, sus primeros 90 años. Todavía estaría joven para enamorar(se).
Entre las «querencias» que solía mencionar se encontraban la sabana, el ganado, el monte, el vivísimo amarillo de la flor del araguaney y Venezuela, esa novia que amó en todas sus edades y que le correspondió convirtiéndolo en el único artista en recibir la Orden del Libertador, en su título de Gran Cordón.
Tal era el hombre de impecable traje de liqui liqui y sombrero beige que no soltaba el cuatro ni cesaba de soñar las mil y una estampas sabaneras. Él fue, a un tiempo, el padre y el hijo de Caballo viejo, tema que no relata una aventura sino un drama; que no cuenta el morbo de una cana al aire sino la angustia en el hálito de una cana.
Simón era para mí el compositor entonces desconocido que en una casita de Santa Cruz del Sur mi madre me enseñó a escuchar en la «bárbara» voz de Barbarito. Hoy, en su país, veo a algunas Maigualida Varela que no pueden, ciertamente, quitarme los recuerdos de cierta mujer en La Habana, pero que al borde de mis 51 me hacen reparar lejos de casa en que, cuando la belleza llama bien, «el carutal reverdece».