«La debilidad no conduce a la paz, sino a la guerra», advirtió el martes el presidente francés, Nicolas Sarkozy, ante la Asamblea General de la ONU. Según el jefe de Estado galo, «no habrá paz en el mundo si la comunidad internacional flaquea frente a la proliferación de armas nucleares».
Suscribo la tesis de Sarkozy. Si a cada cual le diera por fabricar bombas atómicas y arrojarlas donde se le antojara, arreglados estaríamos —o desarreglados, para ser más exactos. Luego ¿qué se pudiera pensar de un Estado que almacena cien toneladas métricas de plutonio, suficientes para hacer 17 000 bombas atómicas como la que devastó Nagasaki en 1945? Pues que es un peligro en toda regla, y debe ser refrenado.
Así que, ¡detengamos rápidamente a Irán! Sarkozy, quien dedicó parte de su discurso a cargar contra un Estado que, presuntamente, dispone del plutonio necesario para provocar estallidos hasta en la Luna, estará encantado de ponerle los puntos sobre las íes.
Pero no, no. El país que almacena ese volumen de material nuclear no es Irán. Es... Gran Bretaña. Y lo acaba de revelar la Royal Society, la más prestigiosa institución científica del país europeo.
Ah, entonces las cosas cambian, pues, que se sepa, a nadie se le ocurrirá enviar inspectores internacionales al Reino Unido, a decirle qué tiene que hacer con tan peligroso y abundante material (resultante del proceso de generación de sus centrales nucleares), ni mucho menos el ejército francés cruzará el Canal de la Mancha para ajustarle cuentas a la «pérfida Albión». No estamos en la Edad Media.
Además, en este caso, quienes gestionan el uso del combustible nuclear se sientan desde hace décadas en las butacas inamovibles del Consejo de Seguridad de la ONU, y poseen armas nucleares «autorizadas» —aunque la sola probabilidad de tener que utilizarlas signifique, a su vez, la posibilidad de recibir una respuesta destructiva.
La mirada está, no obstante, sobre Irán. Y eso a pesar de que el pasado 17 de septiembre, el director general de la Agencia Internacional de Energía Atómica, Mohamed Al Baradei, dio fe de que, hasta ahora, se ha podido verificar que Teherán no está desviando material nuclear hacia fines militares, y que, por el contrario, ha facilitado a la Agencia el acceso y los reportes necesarios para dicho control, incluido el que se efectúa acerca de los experimentos con plutonio.
Pero Irán, que es culpable hasta que se demuestre lo contrario —según una rocambolesca versión del principio jurídico—, no tendría nada bueno que hacer con plutonio en sus manos. Porque no es un país «simpático», sencillamente. A unos kilómetros de Londres, 100 toneladas de plutonio son solo desechos nucleares, mientras que en la periferia de Teherán son bombas.
Y nadie, ni siquiera Sarkozy, se detiene a juzgar rectamente por qué.