Dinastías europeas entre los siglos XVI y XVII pagaron genéticamente las consecuencias de matrimonios incestuosos, hoy tipificado en el Código Penal de muchos países
Hay un libro abierto siempre para todos los ojos: la Naturaleza.
Jean-Jacques Rousseau
Cuando se habla de relaciones incestuosas entre personajes históricos relevantes, solemos remitirnos al antiguo Egipto, donde muchos faraones se casaron con sus hermanas o madres para mantener el linaje político.
Sin embargo, estudios científicos han demostrado que también las dinastías europeas entre los siglos XVI y XVII pagaron genéticamente las consecuencias de esa costumbre, hoy tipificada en el Código Penal de muchos países.
Una investigación desarrollada por genetistas y cirujanos de varias naciones confirma la relación directa entre la deformación nombrada prognatismo mandibular y el matrimonio entre parientes en las cortes europeas.
Una de las figuras analizadas fue la de Carlos II, último rey de los Austria, rama española de la familia Habsburgo, quien accedió al trono a los cuatro años: un niño raquítico y epiléptico que todavía mamaba del pecho de su madre.
A los 25 años eran muy notables en él los rasgos típicos de los Austria: cuello largo, andar encorvado, cara larga y curva, labio inferior prominente, ojos y nariz caídos… a lo cual sumaba una mentalidad más bien débil y «carente de voluntad», según lo describen las crónicas de la época.
El genetista Francisco Ceballos (de la Universidad de Witwatersrand, en Johanesburgo, Sudáfrica) fue uno de los 14 expertos que demostraron la relación directa entre la citada deformidad facial y la endogamia practicada durante dos siglos por los Austria, luego de estudiar un árbol genealógico de 6 000 miembros de la línea de los Habsburgo.
Los padres de Carlos II, Felipe IV y Mariana de Austria, eran tío y sobrina, pero en sus venas se acumulaba una consanguinidad de 20 generaciones que los hacía hermanos, producto de una filosofía de poder aberrante: «Que otros hagan guerras. Tú, feliz Austria, cásate».
La mirada de la cirugía maxilofacial se posó en 66 retratos de monarcas, desde Felipe I (1478-1506) hasta Carlos II (1661-1700) conservados en el Museo del Prado y en el Museo de Historia del Arte de Viena, para concluir que, a mayor parentesco entre padres la desfiguración es mayor, hallazgo publicado por la revista Anales de la Biología Humana, citada por El País y otras publicaciones a finales de 2019.
El presidente de la Sociedad Española de Cirugía Oral y Maxilofacial y de Cabeza y Cuello, Florencio Monje, dirigió los diagnósticos realizados a partir de retratos al óleo y apoyados en documentos históricos, y publicó en 2016 el libro El rostro enfermo. 50 pinturas universales para comprender las enfermedades de la cara y cuello.
Monje recuerda la descripción de otro rey de esa familia, Carlos V, que hizo su cosmógrafo Alonso de Santa Cruz: «Su mayor fealdad era la boca, porque tenía la dentadura tan desproporcionada con la de arriba que los dientes no se encontraban nunca; de lo cual se seguían dos daños: el uno el tener el habla en gran manera dura, sus palabras eran como belfo, y lo otro, tener en el comer mucho trabajo; por no encontrarse los dientes no podía mascar bien».
El estudio de la consanguinidad es una puerta de entrada para conocer la arquitectura genética de un rasgo, y las cortes europeas son como una especie de laboratorio de larga data. Así lo perciben Ceballos y su colega Gonzalo Álvarez, de la Universidad de Santiago de Compostela, quienes han extendido su investigación a la familia de los Borbones, teniendo en cuenta que el rey Alfonso XIII (bisabuelo de Felipe VI) también mostraba el prognatismo mandibular, tal como Carlos I, Felipe II y Felipe III.
Los resultados en los Austria sugieren que esa condición es un rasgo genético recesivo que afloró en los monarcas porque sus sucesivos matrimonios endogámicos aumentaron las probabilidades de heredar copias igualmente defectuosas de madre y padre. Coincide con ello la geriatra española Georgina Martinón Torres, profesora del Hospital General Universitario de Ciudad Real, autora de una tesis doctoral sobre la vejez en la obra de su coterráneo, el pintor español Velázquez.
Mientras el rey Felipe I tenía un coeficiente de consanguinidad de 0,025 (dos siglos antes), el del rey Carlos II llegó a 0,25. O sea, el 25 por ciento de sus genes estaban repetidos.
Ceballos y su equipo apuntaron dos desórdenes genéticos ostensibles en los Austria (la deficiencia combinada de hormonas hipofisiarias y la acidosis tubular renal distal) como principales causas de la pésima salud de este monarca, conocido como El Hechizado, quien murió con 38 años.
Su infertilidad supuso la extinción de la dinastía de los Habsburgo, y un claro mensaje bioético: la sociedad puede aferrarse un par de siglos a ciertas reglas de poder, pero la Naturaleza ha tenido millones de años para perfeccionar las suyas.