Se ha desatado la avalancha mediática con la aparición este martes del Mensaje del Comandante en Jefe. Como clonados, diversos titulares hablan del término de Fidel en el poder. Analistas se esmeran en desmenuzar y proyectar el rumbo de la sociedad cubana hacia el futuro; y se repite la idea de que el suceso es el portón que conducirá al pueblo cubano hacia una «transición democrática». Algunos afirman que solo se trata de «un cambio cosmético», el cual no entraña transformaciones sustanciales hacia el interior de la Isla.
Ayer Fidel nos sorprendió una vez más. Cuba amaneció conmocionada, con sentimientos encontrados, aun cuando hace tiempo él viene entrenándonos con orfebrería de alta política para la sabiduría histórica, para el inevitable momento en que pondremos a prueba todo por lo que hemos apostado corriendo su misma suerte. Qué suerte.
Puesto a comentar el suceso más impactante e interesante de este momento en Cuba, al periodista le sobran los asideros, aunque a veces la abundancia implica dificultad en la selección. En qué aspecto he de detenerme. Con qué órgano primordial he de escribir: ¿el cerebro, el corazón? ¿Racional o emotivamente? Esas son ahora mis preguntas ante el Mensaje de Fidel a sus compatriotas. Y no puedo dejar de admitir que lo que más exactamente se empalmaría con mi óptica habitual y con la historia de mi pueblo, sería empezar hablando de que he tenido el privilegio de estarprivilegio, y en mi tierra, durante los acontecimientos donde Fidel ha actuado protagónicamente. Aun recuerdo el 26 de julio de 1953. Mis ocho años no alcanzaban a entender la noticia principal de aquel día; sin embargo, aún recuerdo a papá comentar en casa: Fidel Castro atacó el Cuartel Moncada. Y lo dijo de modo que el niño pudo intuir que aquello era algo grande.
Se habría enterado igualmente de que «Marruecos sigue llevando adelante un proceso de democratiz...
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La democracia no se ciñe al efímero instante del voto ciudadano; ni la gobernabilidad se alcanza con el triunfal desenlace del conteo de urnas, cualesquiera que fueren sus resultados.A ese axioma, que esgrimimos para censurar los mitos del sistema pluripartidista, con sus recambios de grupos de poder, no escapa tampoco nuestra democracia socialista y el sistema electoral cubano, con todo y su transparencia y raigambre popular, ajenas a ambiciones y apetitos de bolsillos.
Era un regateo inaudito. El vendedor trataba de convencer al inspector de que casi es un santo, alegaba una y otra vez que «nunca» jamás había consumado una estafa. El supervisor y algunos que presenciamos la escena y escuchamos el pataleo, quedamos estupefactos con la oración que cerró el pedido de clemencia: «Oiga, compadre, la gente quiere que uno le regale la mercancía».
Millones lo vimos por televisión: en el estadio insignia de Cuba el equipo visitante fue bombardeado con objetos de «todos los colores» y con ofensas que no se han de publicar. Y no pasó nada, a pesar de las advertencias previas por altoparlantes.
A ver, lector, respóndame con toda franqueza: cuando usted se asesta un martillazo en un dedo mientras intenta fijar un clavo en la pared para colgar un cuadro con las fotos de sus hijos, o cuando choca en la oscuridad contra una butaca y el golpe hace impacto directo en ese sensible territorio de la pierna al que llamamos espinilla, ¿cómo reacciona verbalmente?, ¿le acuden a los labios las expresiones más hermosas de nuestra florida, multicolor y exuberante lengua materna? Vamos, amigo, no se ruborice y confiese que no. En casos así, hasta al más puritano de los mortales se le escapa un improperio.
Qué quise decir la semana pasada cuando escribí, entre otras afirmaciones, que nos estamos habituando —uso el plural para incluirme, porque no escribo desde fuera—, a poner la solución de los problemas solo en la gente, en el esfuerzo de la gente sin considerar el papel de los medios de trabajo, su organización y las modificaciones imprescindibles y urgentes que los dinamicen creadoramente.