Hoy hace seis años que Manuel González Bello detuvo los aparatos y pantallas de la sala de Terapia Intensiva del Hospital Naval. Se nos fue en estampida, sin pasaje de retorno. El muy Manuel nos la hizo de verdad, después de legarle a Juventud Rebelde el epílogo de su excepcional talento —y talante— periodístico, y esa díscola solidez que llevó siempre con tanto desenfado. Qué manera de quedarse entre nosotros como una lapa sentimental, Michel...
Una de las formas más comunes de la intolerancia es la incapacidad para debatir. Lamento —al menos hasta donde he leído— que nadie haya entrado en nuestro «almario» nacional para entregarnos el ensayo sobre nuestra «cultura del debate», o, mejor, sobre la incultura polémica que suele inhabilitarnos para debatir razonable y respetuosamente.
Son los amos y amigos, por tanto, durante cinco años de guerra y ocupación han hecho y deshecho sin rendir cuentas. Se trata de los contratistas y del Pentágono, quienes olímpicamente han ignorado las reglamentaciones. Ahora, un reporte de auditoria sobre el extendido presupuesto de defensa para las operaciones en Iraq y Afganistán revela gastos no chequeados por miles de millones de dólares.
Mientras la carrera por la presidencia de Estados Unidos continúa, también avanza de igual modo la carrera armamentista en todo el mundo. Hay personas —civiles, niños— que mueren o quedan mutiladas, día a día, a causa de bombas de racimo y minas terrestres sin detonar. Miles de misiles nucleares permanecen en estado de máxima alerta. El gobierno estadounidense lanza amenazas contra Irán, acusándolo de llevar a cabo un programa de desarrollo de armas nucleares, mientras al mismo tiempo ofrece uranio a Arabia Saudita. Y, con la guerra de Iraq en su sexto año, uno de sus artífices, Douglas J. Feith, ex subsecretario de Políticas de Defensa del Pentágono durante la gestión de Donald Rumsfeld, ha dado forma, como era de esperar, a una versión revisionista de la historia de la guerra y las decisiones que condujeron a ella.
Una fila de personas de diferentes edades y sexos, a la espera del clásico cucharón de sopa, puede ser una imagen recurrente en cualquier paraje tercermundista. En un país altamente desarrollado, la misma escena suele quedar reservada a deambulantes o individuos alcohólicos.
Presuntamente, la presencia de los militares de Estados Unidos tiene objetivos «humanitarios» y está centrada en labores sociales tales como la construcción de centros de salud y escuelas, en el marco de ejercicios puestos en vigor por el Comando Sur desde hace unos cuantos años y cuyo nombre, Nuevos Horizontes, pretende hacer creer que, en verdad, estos marines traen una misión diferente a los que han invadido tantas veces nuestras naciones.
El tumulto se mueve como un mar encrespado. Son cientos de personas que ríen, conversan unas con otras, se abrazan. Poco a poco se van despojando de sus ropas, hasta quedar en pelotas. Ya todos en sus puestos, una mirada a la cámara: «Quietos... —¡flash, flash!—. «Okey, thank you!».
Casi todo el mundo tiene ojos para ver, pero no todos tienen mirada. La frase salta del libro del escritor español Juan José Millás, El ojo de la cerradura, que reproduce una selección de sus crónicas para el diario El País, armadas a partir de una fotografía periodística que captaron profesionales de la cámara o no, y que tienen un denominador común: lograron mirar y terminaron siendo la representación de un suceso y de una época.
Cuando se escriba la historia del paternalismo, aun vigente en cualquier dominio, habrá que dedicarle un capítulo al «lenguaje bondadoso» y a su influencia funesta.
Este es un tema espinoso, acaso no tanto por su indudable complejidad como por su conexión con algo que nos punza la vida nacional.