Casi todo el mundo tiene ojos para ver, pero no todos tienen mirada. La frase salta del libro del escritor español Juan José Millás, El ojo de la cerradura, que reproduce una selección de sus crónicas para el diario El País, armadas a partir de una fotografía periodística que captaron profesionales de la cámara o no, y que tienen un denominador común: lograron mirar y terminaron siendo la representación de un suceso y de una época.
Tener mirada no significa darse cuenta de que una situación trasciende de tal modo que se nos queda petrificada en la mente o en una fotografía, porque es el nacimiento, el cumpleaños, la fiesta o la catástrofe que no se repetirán. Tener mirada es llenar de sentido esos acontecimientos otorgándoles intimidad, viéndolos como algo propio, reconociéndonos en ellos. Por ejemplo, la exaltación de esa agresiva forma de incultura que es el desprecio de las ideas y de la moral y su reemplazo por la chabacanería, la picardía, el cinismo, la jerga y la jerigonza, son de otros hasta que nos preguntamos si no es también un atributo nuestro, que lo hemos aceptado de tal modo que no solo no nos sorprende, sino que hemos terminado por no verlos.
Cuando alguien pasa y patea a un perro callejero, en el instante en que otro deja la basura a mitad de cuadra y la de más allá va insultando a su hijo pequeño con palabras que el editor de esta página me censuraría con razón, quizá lograremos fijar este cuadro desagradable en nuestras mentes por un rato, pero lo olvidaremos al doblar la esquina porque en apariencias no tiene nada que ver con nosotros. Cuando este tipo de hechos y otros parecidos se convierten en la regla y no en la excepción, terminan existiendo como los postes de la luz o los árboles que franquean la calle que todos los días recorremos y que ya ni nos damos cuenta de que existen. No solo no los miramos, sino que ya ni siquiera los vemos.
Con toda razón me decía una amiga el otro día que el gran alarde intelectual que puede hacer una educación no es el conocimiento de la Física Cuántica, ni de las Matemáticas, ni de la Biología, sino la creación y el mantenimiento de la dignidad humana que no existe sin una ética. «¿Se habrán quebrado nuestros valores?», se preguntaba.
Creo que no, mientras tengamos la capacidad de mirar y de reconocer que, a la hora de la verdad, sucede que todos o casi todos seguimos deseando lo que ya querían Adán y Eva: que se nos quiera, que se nos tenga en cuenta, que se nos haga caso. Y desde ahí, con más o menos entusiasmos altruistas, seguimos apreciando la solidaridad y continúan sublevándonos las desigualdades. Incluso valores que podrían parecer claramente en baja, como la autoridad o la fidelidad, sería bueno ver bien de cerca hasta qué punto es cierto que lo están.
Mirar, repito, es un excelente antídoto. Juan José Millás, por cierto, hace una observación conmovedora a propósito de una de las fotografías de su libro, donde aparecen varios inmigrantes africanos recién llegados en una patera a las Islas Canarias. En primer plano, un hombre petrificado por el frío del Atlántico, tiene la mirada atónita y restos de sal en torno a su boca. Es uno de los pocos sobrevivientes de este grupo, para el cual escribe Millás:
«... los que se salvaron lo hicieron gracias al calor que se daban unos a otros, pues iban abrazados. Dentro de los próximo años, la única posibilidad de que se salven ellos y nosotros es que nos abracemos. Lo veríamos con claridad de no ser por el estado de delirio, confusión y estupor en el que hemos caído».
Miremos.