Este es un tema espinoso, acaso no tanto por su indudable complejidad como por su conexión con algo que nos punza la vida nacional.
Hablo de la guerra contra las espinas del marabú y otros demonios, esa de la que escribió hace poco un respetado columnista en estas páginas para alertarnos con agudeza, entre otras cosas, que en la contienda por la producción y el mejoramiento del país no podía volver a desparramarse el consignismo, un fantasma que no hemos logrado exorcizar en mucho tiempo.
Sucede que apenas mencionó Raúl el tema en Camaguey («pero lo que más bonito estaba, lo que más resaltaba a mis ojos, era lo lindo que está el marabú a lo largo de toda la carretera»), en trascendental discurso sobre los numerosos retos de la nación —y entre estos la producción de alimentos— se desató en algunos una cruzada verbal antimarabú, que hizo presumir la muerte del arbusto en tres semanas.
Un amigo, viendo la fuerza de aquella campaña, se refirió a la posibilidad de que algún compositor de apellido Espinosa hiciera una canción con el estribillo: «Marabú, marabú, yo sé más que tú; te voy a hacer champú». Y otro llegó a describirme, también en broma, los preparativos del Primer Congreso Internacional Antimarabuzal «MaraHabana 2008» (cualquier semejanza con el maratón es pura coincidencia), en el que de seguro se expondrían nuestras experiencias, «primeras de América Latina», en la lucha contra esa plaga de los campos y casi de las ciudadades.
Raúl no nos habló ese 26 de Julio —no lo ha hecho nunca— con expresiones prefabricadas o etiquetadas, ni con fiebre de «campañismo» de ocasión, sino con verdades rocosas, puntuales y necesarias.
Y aquel emblemático «Sí se puede», que nos dijo de corazón en la etapa más cruda del período especial, fue frase de combate nacida de su convicción de que era posible avanzar y crecer en medio del torbellino.
La vida le daría la razón, como a Fidel en Cinco Palmas, cuando gritó que con ocho hombres y siete fusiles sí ganaban la guerra.
Sin embargo, esa enfermedad de convertirlo todo o casi todo en lema o en campaña, presente en ciertos funcionarios a lo largo de Cuba, pincha y desangra más que cualquier planta puntiaguda.
No olvido que, en el debate propiciado por ese discurso por el Día de la Rebeldía Nacional, ciertos funcionarios se pararon entre paredes para disparar a pecho abierto las mismas sentencias: «Tenemos que combatir nuestro marabú mental», «la guerra es también contra ese marabú de todos los días, que es el de la corrupción e ilegalidades», «hay un marabú que no se ve y es el que todos llevamos dentro». Llegué a imaginarme en la coyuntura difícil que suponía que uno de ellos me preguntara: «¿Ya calculaste cuántos “marabús” tienes por dentro?» y de paso me conminara a usar un procedimiento para eliminarlos de cara a una próxima reunión. De buenos lemas está empedrado el camino del bla, bla, bla. Porque esas oraciones, tal vez bonitas al oído y que aluden a realidades imposibles de negar, se han ido convirtiendo, como muchas otras —por la reiteración descomedida y su abuso en disímiles lugares— en gramática vana, en palabrería depreciada, en jerga hueca.
Ese mal del lema y la campaña nos llevó hace un tiempo —la prensa incluida— a impulsar aquel programa de «siembra de árboles maderables y frutales». Y sembramos tanto en asambleas, periódicos y noticieros que ya apenas el Sol llega a nosotros, interceptado por la sombra, más anchurosa que el mar. Algo parecido ocurrió con la acuicultura; sembramos peces hasta en los lavaderos y los multiplicamos más que en narraciones antiguas. No hablemos de la zeolita, «el mineral del siglo XXI», el plátano extradenso, etc. Así pudiéramos enumerar decenas de ejemplos que ahora, a la distancia de los años, nos hacen reír.
Pero el gran problema, bastante serio, del lema y la campaña es que, con el tiempo, desmovilizan, aburren, no convencen. Y se convierten en espinas dolorosas en el corazón de un proyecto que quiere ser realidad y no palabra; que apuesta a ser seda maravillosa y no aguja penetrante.