Tal vez sea una obsesión incurable. Un deseo continuo de zambullirme en los relatos que erizan desde la primera palabra. Una necesidad de entrar de manera distinta a los episodios previos y posteriores a aquel sábado.
Lo cierto es que, mojadas las mejillas después de Inocencia (mucho más que una película) y agitada el alma luego de ver José Martí: el ojo del canario, sigo creyendo que algo semejante, que conmueva y no se olvide, le debemos al día sublime, a ese en el cual dejamos de ser quietud para empezar a convertirnos en lava de nación.
Si lloramos con el filme que nos retrató el drama del fusilamiento salvaje de ocho seres humanos en la flor de sus edades; si nos estremeció un «Pepe» adolescente pocas veces dibujado, probablemente se nos apriete el pecho si alguna vez llegáramos a recrear con humanismo varios episodios vinculados con el 10 de Octubre, que resultó más que un campanazo, un manifiesto, una arenga.
La historia, tan bella y honda, jamás debería ser bloque o panfleto. Tiene que enfilarse hacia el corazón, necesita captar no solo epopeyas o virtudes, también miedos y debilidades, problemas y encontronazos. Así tendría que ser el recuento sobre Céspedes y los suyos cuando se arrestaron en La Demajagua en 1868 para hacerse eternidad sin pretenderlo.
Qué hermoso sería caracterizar a «Cambula» (Candelaria Acosta), la muchacha enamorada de aquel abogado de ademanes finos que casi le triplicaba la edad, a quien le encomendó, por encima de amoríos y complicidades, bordar la bandera modesta de tres colores para enarbolarla solemnemente en la guerra contra la España del brazo de hierro.
Qué hermoso sería infiltrarse en el mundo interior de esos esclavos del ingenio, sorprendidos por la noticia de verse, de la noche a la mañana, tan libres como el dueño que tanto admiraban y respetaban.
No menos atractivo y desafiante resultaría armar el personaje del hombre que luego sería el Padre de la Patria. Tendría de león y paloma, de achaques y vigor, de leguleyo y tolerante, de poeta y gladiador.
En algún momento habría que reflejar las discusiones acaloradas con otros jefes revolucionarios, no menos apasionados e ilustres, su arrebato para dar la sorpresa y levantarse primero, su cabeza rompiéndose por estar en mil cosas a la vez, sus temores a una delación, su virtud para escribir antes del levantamiento un himno (apenas conocido ahora) y una proclama de lucha para todos los tiempos.
No debería faltar la imagen sobrecogedora del central, la casa y otros bienes de Céspedes arrasados, bombardeados, quebrados tan solo una semana después del 10 de octubre.
¡Qué necesidad tenía aquel patricio de lanzarse del colchón espumoso a la manigua precaria!, han dicho algunos. Si buscamos la respuesta sin sermones ni teques, quizá empecemos a tocar la fibra y el pensamiento de quienes todavía no entienden que patria, libertad o independencia nunca serán palabras flotadoras que se agarran al vuelo, ni son febriles comodines de ocasión.
Claro, no bastaría la puesta en pantalla grande o pequeña, que pudiera ser una utopía. Falta realzar la fecha y hacerla fiesta nacional, como ocurre en otras latitudes con el primer grito independentista. Falta que, entre todos, demos más vida y pulso a los símbolos del 10 de Octubre y a las siguientes gestas hasta hoy.
De todos modos, al margen de los sueños, a la hora de contar la historia valdría pintar el primer día con todas sus angustias y tropeles, a un Céspedes de carne y hueso, con defectos y sobradas luces, como muchos de aquellos que encendieron un volcán para que posteriores generaciones lo mantuvieran vivo con civismo, honestidad, decoro y virtud.