Tal vez no sea prudente comparar épocas, pero ante ciertos hechos de «raterismo» del presente que antaño eran impensados, uno tiende a preguntarse si estamos descendiendo de la ansiada montaña del civismo y los valores.
Se supone que la sociedad tenga menos vicios o malas costumbres mientras más avance el almanaque. Se sobreentiende, también, que los acontecimientos vergonzosos deben disminuir en la medida en que sembremos aulas, conocimiento y cultura.
Sin embargo, algunos casos de la cotidianidad asombran y contradicen la «teoría». No me cabe en la cabeza, por ejemplo, que alguien se pueda llevar para su casa un cactus naciente metiendo una contorsionada mano a través de una reja ajena; o que una persona se robe el mismísimo latón de la basura de un hogar —con basura incluida— una noche cualquiera; que un sujeto sea capaz de hurtarse unos cepillos dentales dejados en un baño exterior; que un individuo o individua tome para sí una prenda íntima colgada de un cordel.
Hace poco, en un barrio nuestro, ciudadanos inescrupulosos se robaron una pequeña rueda del cesto móvil en el que los vecinos de un edificio multifamiliar arrojan los desechos. Y, días atrás, alguien raptó para siempre un aditamento «sobreviviente» de una taza sanitaria en un centro laboral.
Hay otras historias francamente tristes, vinculadas con sustracciones en parques, hospitales, vías públicas y algunos sitios insospechados. Historias que hacen meditar por encima de la actuación de los rateros, término definido en el diccionario como «ladrón que roba con habilidad y cautela cosas de poco valor».
¿Son solo estos cleptómanos baratos los que ven en su actitud algo legítimo y nada censurable? ¿Es normal o válido que una persona se aferre a la filosofía del «estaba mal parqueado» para adueñarse de cualquier objeto? Tal vez en estas preguntas esté el meollo del problema, del que necesitamos preocuparnos sin llegar a enfoques apocalípticos.
Existe una tendencia, incluso entre determinados académicos, a justificar estas apropiaciones apuntando a las dificultades económicas. «Las carencias originan antivalores», dicen.
En parte tienen razón, porque bien se sabe que no existe efecto sin causa. Mas las narraciones de nuestros padres y abuelos desmentirían esos argumentos, pues ellos nos contaban que antes, cuando ni siquiera había donde dormir, era un pecado mayor tomar un centavo tirado en el patio de un vecino; había que devolverlo con pena y solemnidad.
Más cercanas están las anécdotas —también en períodos sin bonanza— de las gallinas sueltas con sus pollitos, que cruzaban varios patios y regresaban vivitas y coleando. ¿Se repetirán alguna vez esos relatos?
Es verdad que los tiempos, como las personas, cambian. Y que acaso estas líneas parezcan anticuadas a los ojos de sujetos supuestamente modernos en una era de «lucha». Aunque lo peor sería resignarnos a aceptar en nuestros códigos de convivencia a los rateros y a las ratas.
Si no abordamos estos asuntos, si los callamos o los aplaudimos, estaríamos ayudando a desmoronar antes de tiempo la República moral con la que soñaba José Martí. Ese sueño, tan hermoso como difícil, no deberíamos abandonarlo sin al menos intentarlo.